Recuerdo sin nostalgia la sala donde vi por primera vez esta popular comedia de historias entrelazadas que se inicia y concluye en el restaurante donde una pareja (Amanda Plummer y Tim Roth) charla sobre cuál será su próximo golpe. Mientras, de fondo, alguien dice que va a cagar, una voz que volverá a sonar y a ir al baño pues, como el de cualquier otro ser vivo, su cuerpo presenta necesidades fisiológicas. Por aquel entonces, con veinte años, pensé que existía en Vincent Vega (John Travolta) una relación cósmica entre cagar y morir, pero, salvo eso, en Pulp Fiction (1994) no descubrí cuestión escatológica ni problema que el señor Lobo (Harvey Keitel) no pudiese solucionar. Asimismo, en el anonimato de aquella sala de centro comercial, me dije que tener a mano a ese tal Winston era un seguro contra imprevistos como el que salpica de sesos y sangre a Jules (Samuel L. Jackson) y Vincent, los dos asesinos profesionales y trajeados enviados por Marsellus Wallace (Ving Rhames), a quien poco después unos desconocidos obligan a pasar por una experiencia sexual extrema y violenta que ha de quedar entre él y Butch (Bruce Willis), el boxeador que le ha engañado y, a última hora, salvado el pellejo. Con anterioridad, solo había visto otra película de Quentin Tarantino; lógico, teniendo en cuenta que únicamente había estrenado Reservoir Dogs (1991), pero no había duda de que aquellos cuatro personajes eran hijos de su padre, pero solo eran algunas de las criaturas que pueblan el segundo largometraje de este cineasta que con Pulp Fiction disparó su popularidad y recibió reconocimiento internacional.
Un acierto, que no una novedad, es que Pulp Fiction salta de una historia a otra. Así, presenta situaciones anómalas en las que prevalece el humor, la violencia y las conversaciones que rellenan el silencio; son charlas y expresiones que definen el cine de Tarantino y a sus personajes: individuos como Vincent Vega o Mia (Uma Thurman), la mujer de Marsellus Wallace, o el oficial (Christopher Walken) que entrega el reloj de oro a un niño que se convertirá en boxeador o los reunidos durante “la situación con Bonnie”, el tercer episodio principal de un largometraje que siempre cuenta con la presencia, más o menos protagonista, de ese matón de vientre flojo que acaba de regresar de Europa, tras tres años de ausencia. Vincent ha vuelto y de nuevo realiza encargos para Marsellus, uno de los cuales consiste en cuidar a la mujer del jefe durante la ausencia de este. ¿Qué sucede durante esa velada?
Que Vincent y Mia se atraen, parece evidente, evidencia que a él no se le escapa y que le advierte que debe evitarla si no quiere que su vida valga menos que el batido de cinco dólares que sirven en el local donde cenan y bailan. De nuevo en un servicio, parece sentir debilidad por ellos, Vincent se convence de que lo más sensato sería marcharse y relajarse en su casa, evitando así la peligrosa tentación que significa estar a solas con una mujer como Mia, quien mientras aguarda no puede resistir probar el polvo blanco que encuentra en la gabardina del matón. La situación sobrepasa cualquier situación imaginada por Vincent cuando comprueba que Mia es víctima de una sobredosis que podría acabar con la vida de ambos.
La amenaza de muerte también persigue a Butch tras haber faltado al compromiso que le ligaba a Marsellus. El boxeador ha vencido un combate que debía haber perdido; el batido continúa siendo más caro que la vida humana, aunque Butch no entiende de batidos y sí de relojes, sobre todo de uno muy especial, su herencia paterna, un reloj que durante siete años no había visto la luz del sol. La necesidad de recuperarlo le impulsa a ponerse en peligro, a encontrarse cara a cara con el tipo que sale del aseo y bajar a un sótano donde se confirma el día más extraño de su vida.
Tarantino abandona al boxeador y regresa al momento en el que abandonó a Jules y a Vincent, quien de ese modo regresa a la vida, aunque sea en el pasado en el que mata a Marvin (Phil LaMarr), según él: accidentalmente. Su pistola se dispara por accidente o no, pero lo seguro es que la bala da de lleno en la cabeza del muchacho y le revienta el cráneo y los sesos, esparciendo sus restos por el interior del vehículo. Deben actuar rápido, de lo contrario podrían verse en apuros, los que le crean a Jimmie (Quentin Tarantino) cuando se presentan en su casa con el fiambre. Deben irse y dejar todo como estaba antes de que regrese Bonnie, su esposa. Una llamada, menos de diez minutos y Winston se presenta con los deberes hechos. Un par de indicaciones por aquí, un café por allá, un baño refrescante y adiós problema. Ahora sólo queda desayunar, entregar el maletín, ¿qué hay dentro?, una curiosidad innecesaria, y disfrutar de esos bañadores y camisetas que tan bien lucen en Jules y Vincent, mientras el primero se plantea abandonar su oficio tras una especie de intervención divina que el segundo se niega a aceptar, y sobre la que pretende seguir discutiendo cuando regrese del W. C.
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