Calificar una película de “poética” puede sonar a tópico, de no referir el porqué de dicho atributo o en qué consiste la poesía referida, sin embargo este no es el caso de La tumba de las luciérnagas (Hotaru no Haka, 1988), pues los trazos, la luminosidad, los dibujos, la historia y los personajes dan forma a un poema al tiempo conmovedor y desgarrador, emotivo, humano, sensible y vital en su huida de la destrucción y de la muerte. Sus versos son imágenes de la inocencia amenazada y del amor de dos hermanos que caminan huyendo del horror. Es su lucha por la vida, en la cercanía de la muerte. De tal manera, la magistral película de Isao Takahata se convierte en elegía y a la vez en oda luminosa que ensalza la vida que late en los protagonistas: Seito y Setsuko, el niño y la niña que representan a tantas víctimas bélicas. Entre el caos, la destrucción y la pérdida, ambos brillan con la brevedad e intensidad de las luciérnagas y, como ellas, rezuman vitalidad y deseos de vivir, aunque su único momento de paz lo encuentran en el más allá desde donde Seita recuerda la experiencia vital de la que somos testigos. <<El día 21 de septiembre de 1945, yo morí>> son las primeras e impactantes palabras que escuchamos del hermano mayor del primer film que Takahata realizó para la productora de animación Studio Ghibli —que fundó en 1985 junto a su amigo Hayao Miyazaki. Dichas palabras, acompañadas de la imagen en primer plano del muchacho, no lanzan acusaciones sino que tienen la finalidad de rememorar el momento de su fallecimiento y de los hechos que llevaron hasta el instante presente, durante el cual su espíritu se reencuentra con el de su hermana pequeña, quizá para disfrutar de la infancia que la guerra y la destructividad humana les robó.
sábado, 24 de marzo de 2018
La tumba de las luciérnagas (1988)
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