Las películas que se desarrollan durante posguerras suelen exponer desorientación, crudeza, aunque distinta a la vivida durante el conflicto, y otras consecuencias que marcan la cotidianidad durante la cual, aunque a menudo silenciadas, también afloran odios, represiones y ajustes de cuentas. El cine ha mostrado este tiempo de supuesta paz y evidente miseria desde distintas perspectivas, ejemplos magistrales son la desorientación del soldado (a su regreso al hogar) que William Wyler retrató en Los mejores años de nuestras vidas (The Best Years of Our Lives, 1946), el realismo de Roberto Rossellini en Alemania, año cero (Germania anno zero, 1947), la irónica mirada de Billy Wilder en Berlín Occidente (A Foreign Affair, 1948) o la reflexión de Andrzej Wajda sobre su presente desde el pasado (el primer día de posguerra) de Cenizas y diamantes (Popiók i diament, 1958). Menos conocida y más irregular que las arriba nombradas es A diez segundos del infierno (Ten Seconds to Hell, 1959), una producción que Robert Aldrich ambientó en Alemania, devastada por las bombas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, aunque algunas no explotaron y continúan activas entre los escombros urbanos donde los protagonistas se dedican a la peligrosa labor de localizarlas y desactivarlas. Son veteranos, artilleros expertos, conocen el peligro al que se enfrentan y, por lo tanto, saben que se juegan la vida a diario, como también lo hacen los artificieros de la muy estimable En tierra hóstil (The Hurt Locker; Kathryn Bigelow, 2008). Lo aceptan como profesionales que ejercen su trabajo, aunque mal remunerado, para poder sobrevivir a un tiempo de carestía en el que eligen (aunque solo pueden escoger entre ser artificieros o no tener nada), por lo tanto no sufren el ajuste de cuentas que sí implica la labor impuesta como castigo al grupo de jóvenes soldados alemanes de Bajo la arena (Under Sandet, 2016). Desde el inicio de esta interesante producción se observa que no existe el menor atisbo de piedad hacia esos imberbes condenados a desactivar las minas que, en vista a una posible invasión aliada, su ejército enterró en la costa occidental danesa. Este es el punto de partida de la propuesta cinematográfica de Martin Zandviliet, la cual expone un instante de posguerra inmediata olvidado, y lo hace desde el intimismo antimilitarista que, aunando sencillez y honestidad, descubre en sus imágenes y en sus personajes aquel momento puntual de liberación, tras cinco años de ocupación alemana, y de venganza. En el instante en el que se abre el film, los daneses acaban de recuperar la soberanía de su país, aunque en la pantalla no se observa la alegría que esto conlleva, sino el odio de los vencedores hacia los vencidos. Esta emoción se palpa en las primeras imágenes de Bajo la arena, aquellas que presentan al sargento Rasmussen (Roland Moller) golpeando a un soldado alemán. El suboficial danés no puede reprimir ni su furia ni su odio cuando descubre la bandera danesa que aquel porta bajo el brazo, un símbolo que posiblemente el alemán ha tomado como recuerdo de su estancia en país nórdico. Tras esta violenta presentación, la paliza propinada por Rasmussen simboliza el resentimiento nacional hacia el enemigo que ocupó su territorio, Zandviliet nos muestran a los soldados a quienes se envía a distintos puntos de la costa con la misión de limpiar las playas del litoral, en concreto, al grupo que se encuentra bajo el mando de ese sargento danés en apariencia violento. Ante él tiene a los alemanes, soldados adolescentes, prácticamente niños, cuya misión-castigo implica desactivar cuarenta y cinco mil minas, solo entonces podrán regresar a sus hogares, al menos eso es lo que les hacen creer. <<Me da igual que palméis>> es la realidad que Rasmussen les transmite antes de afianzar su relación con esos jóvenes que podrían ser colegiales como los muchachos de El puente (Der Brücke; Bernard Wicki, 1959), jóvenes que durante su cautiverio, solo así puede definirse su periodo de posguerra, pasan hambre, enferman o coquetean con la muerte enterrada bajo la arena a la espera de alguno de ellos. Por sus edades y por sus comportamientos, miedo y falta de experiencia, se comprende que han formado parte de las últimas levas reclutadas en Alemania y enviadas a Dinamarca. Esto queda claro en sus rostros, en sus palabras y en sus ilusiones, como también queda definida a lo largo de la película la postura y la denuncia del abuso que Zandviliet pretende recordar, pues los prisioneros son el blanco del odio y de las represalias de los distintos miembros del ejército danés que asoman por la pantalla, quizá porque estos no han podido vengarse de los SS, del partido nazi, de los simpatizantes y de cuantos respaldaron la locura nazi que desató la guerra, cruenta y sangrienta, y la invasión de su país.
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