martes, 9 de marzo de 2021

El mundo (2004)


La China moderna es un país que se abre al mundo, toma de él y lo replica para hacer que el mundo entre dentro de su Muralla. No se trata de querer que China sea el mundo o viceversa, sino de mantener el dudoso equilibrio entre un sistema económico, otro político y otro humano, un tres en uno que empezó a gestarse tiempo atrás y que en los albores del siglo XXI deja notar las consecuencias —desarrollo tecnológico, deshumanización, éxodo, encierro, apertura, pérdida de identidad, riqueza, pobreza— de la combinación de liberalismo económico, dictadura, globalización y (super)población. La nueva China es ambigua y dicha ambigüedad queda patente en el cine realizado por la generación de cineastas a la que pertenece Jia Zhang-ke, la que empieza a hacer cine en la década de 1990. Esa sexta generación de realizadores fue la juventud heredera de las consecuencias de aquel momento en el que, para situar a China entre las potencias mundiales, Deng Xiaoping inició su plan de desarrollo a largo plazo, que empezó a dar sus primeros resultados entre finales del XX e inicios del siglo XXI. La política iniciada por Xiaoping consiguió hacer de China el país más capitalista del mundo y el más desarrollado tecnológicamente, sin que para ello tuviese que renegar de la dictadura del Partido. Esos frutos depararon pros y contras, agudizaron diferencias socioeconómicas, precipitaron el nacimiento de una minoría social que se enriqueció gracias al liberalismo de mercado, favoreció el desarrollo de zonas urbanas e industrializadas y trajo consigo la amenaza de la deshumanización tecnológica. La modernidad en la que los cineastas de la sexta generación se hacen adultos se sostiene sobre extremos —desarrollo y descomposición, apertura y cierre, “particularismo” y globalización— y contrastes sociales que implican la deriva humana que define parte de esa nueva y vieja China, que Zhang-ke fija en El mundo (Shijie, 2004).


Su protagonista, Zhao Tao, trabaja y vive atrapada en “Beijing Wolrd Park”, el parque temático a donde los turistas acuden para ver el espectáculo y fotografiarse con monumentos y construcciones emblemáticas a escala. Tao trabaja de bailarina en la zona exterior de la réplica del Taj Mahal, o donde la ubiquen, recorre los pasillos y los vestuarios o actúa en la luminosa representación diaria, pero ese baile y los vestidos coloristas son lo único luminoso; lo demás asoma triste y gris, un tono que anuncia deterioro, quizá desorientación o deriva, distanciamiento emocional, apunta la deshumanización de la que los personajes quieren escapar, pues viven atrapados entre la realidad y la irrealidad de un espacio que no es como habrían imaginado antes de abandonar el pueblo en busca de su futuro, uno que suponían feliz, en un lugar que deparó un presente distinto al deseado, uno de insatisfacción y distanciamiento como el que afecta a Zhao y a Taisheng, su novio y guardia de seguridad en el parque temático. La protagonista de El mundo quiere salir de él, pero no es libre para hacerlo, carece de pasaporte o visado —¿es solo un documento físico o también lo es simbólico? ¿De identidad? ¿Como ese espacio que copia imágenes?— para poder traspasar sus fronteras y emprender el vuelo, lejos. Ese mundo se reduce a un parque temático en Beijing, donde los visitantes pueden subir a una réplica de la Torre Eiffel o pasearse por una plaza de San Pedro que no dista más que unos minutos de las pirámides de Egipto, de la Torre de Pisa, de los rascacielos de Manhattan o del Big Ben londinense; y para Tao se reduce a su relación con compañeros de trabajo y con su novio, en una relación que también va a la deriva. Beijing quiere ser el nuevo centro del mundo o eso creen esos jóvenes que llegaron a él pensando en progreso, bienestar, liberación, futuro, pero encontraron algo distinto, decepción, se encontraron en el tren mono raíl que circula el perímetro del parque, sujeto a un trayecto fijo que no permite más viaje que la vuelta al mundo cada quince minutos...



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