¿Quién podría decir cuantas cosas damos por sentado y no son; y cuantas son y, en nuestra negación e ignorancia, no existen o descartamos? Una respuesta, que en parte podría aclarar algo al respecto, la encontramos en la locura, en sus palabras <<el hombre adopta con más facilidad las ideas en las cuales encuentra su gusto y su ventura que aquellas en que no consigue tal cosa, aunque por sí mismas sean más fáciles de entender>>1. Se acepte o no, existe la necesidad de engañar, de dejarse engañar y engañarse; y esto ni es dramático, ni trágico, tampoco cómico, o puede que sea un poco de todo lo dicho, aderezado con una pizca de picaresca defensiva y ofensiva, o simplemente forme parte de nuestra historia, de nuestra credulidad e inventiva naturales. En el Génesis hay ejemplos de engaños y de quien se deja engañar. En la mitología griega los dioses asumen distintas formas que le permiten seducir a sus creaciones humanas, saciar deseos y llevar a cabo intenciones; o los guerreros aqueos idean y construyen su famoso caballo con el fin de conquistar la ciudad que los crédulos troyanos han defendido durante años. En las líneas de Shakespeare, Hamlet sufre la falsedad que le rodea e inventa la propia para materializar su venganza o Yago siembra la sospecha con embustes que avivan los celos de Otelo. Mientras, en un lugar de La Mancha, el Quijote cervantino idealiza cuanto le rodea porque prefiere el ideal que el mundo real. Si desde sus orígenes, los personajes mitológicos y literarios recurren al engaño, los seres de carne y hueso no vamos a la zaga, puede que por una mezcla de fantasía quijotesca con algo de serpiente, de Odiseo, de Yago o de cualquier Tartufo, cuya imaginación e inventiva aflora para jugar con la credulidad, las ambiciones o el desconocimiento de sus oyentes. Salvo el ingenuo de la triste figura, el resto de personajes apuntados engañan de forma deliberada, emplean la mentira para proteger sus intereses, atacar, ocultar, distraer o alcanzar algún fin concreto. Según quien lo mire, y quien y cómo se utilice, las tretas condenan a unos y liberan a otros, pero no cabe duda de que esa capacidad de aprovecharse de la predisposición de sus víctimas a creer en mentiras y falsedades ha dado pie a entretenimientos magistrales, más allá de las obras de Homero y Shakespeare o de las desventuras del ingenioso hidalgo manchego.
<<La mentira es siempre más interesante que la verdad. Es el alma de todo espectáculo>>2 y en el cine existen numerosos ejemplos que corroboran la doble afirmación de Fellini. Me viene a la mente aquel agente sin cuerpo, cuyo nombre aparece registrado en un hotel donde sus trajes a medida presentan restos de caspa. Se trata de un espía inexistente que los agentes de Con la muerte en los talones (North by Northwest; Alfred Hitchcock, 1959) idean para desviar la atención del villano, y este centra su mirada en el personaje interpretado por Cary Grant, un tipo corriente y anodino que, inicialmente, no comprende la confusión que pone su vida en peligro. La aventura de esta falsa identidad, que cobra cuerpo por error y tiempo después de ser inventada, confirmaba lo que ya se sabía, que Hitchcock era un maestro de la mentira y de la manipulación, un cineasta cuyas propuestas cinematográficas juegan con las apariencias y con las existencias de sus personajes, al tiempo que introducen temas y emociones de mayor complejidad. El agente ficticio no deja de ser una ilusión que el protagonista acepta porque le permite asumir una identidad liberadora (lo libera de su monotonía, de su insatisfacción y del sometimiento) y el villano porque su ego intelectual no contempla la posibilidad de que alguien que le sigue la pista carezca de vida. Kaplan es un señuelo que resulta posible gracias a la necesidad de creer en él. En definitiva, tanto este personaje como el caballo de madera o los gigantes son alucinaciones y ficciones que se materializan cuando los implicados quieren y necesitan su existencia. Dicha necesidad, expuesta en la mitología, el cine o la literatura, la encontramos en personajes reales y en momentos históricos que precisan hacer creíble lo increíble.
Durante la Segunda Guerra Mundial hubo una guerra en los distintos frentes físicos y varias en las sombras, entre las cuales se desató la que libraron los servicios de inteligencia de ambos bandos. Los combatientes -agentes reales, tapaderas, invenciones e individuos que ignoraban su implicación en las diferentes tramas- cobraron suma importancia en su labor de desinformar. De entre los primeros, "Garbo" fue uno de los más determinantes y, entre los segundos, el mayor William Martin, el oficial ficticio que se erige en el centro de la trama expuesta en El hombre que nunca existió (The Man Who Never Was, 1955). Martin encontró su cuerpo en la morgue con el único fin de facilitar el desembarco de las tropas aliadas en Sicilia, hecho que se produjo el 10 de julio de 1943. Fue un momento crucial en el devenir de la contienda, el principio del fin de la ocupación nazi en Europa. <<De los ciento sesenta mil soldados que participaron en la invasión y conquista de Sicilia, más de ciento cincuenta tres mil estaban vivos al final. El hecho de que tantísimos hubieran podido sobrevivir se debió, en buena medida, a un hombre que había muerto seis meses antes>>3. Si en el cine de espías son frecuentes las identidades falsas, los agentes dobles e incluso los inventados; en el cine bélico lo son las gestas y los héroes, aunque resulta infrecuente que estos realicen sus hazañas una vez muertos, pues, de ser en cuerpo presente, resultaría un tanto extraño que, salvo el del Cid legendario, un cadáver ganase batallas o, como el del mayor Martin, salvase miles de vidas. Y eso fue lo que hizo el cuerpo de Glyndwr Michael, El hombre que nunca existió y el cebo que la inteligencia británica empleó para desviar la atención alemana sobre la tierra del Etna, el lugar lógico para el primer desembarco aliado en la Europa ocupada. Imprescindible para los fabuladores de la "operación carne picada", el cadáver es vital para engaño, como también lo son la buena suerte y el deseo del enemigo de creer en los documentos que el supuesto oficial porta en su maletín, cartas que desvelan los planes de invasión aliada. La hazaña expuesta por Ewan Montagu en su libro de no ficción, en el que nos relata su propia experiencia, nos adentra de forma parcial e incompleta en la descripción de los hechos que Ronald Neame adaptó a la pantalla dos años después de la publicación de la obra. Pero Neame no es Hitchcock y su propuesta cinematográfica no juega con las falsas apariencias, más allá de la de Martin, el cebo del <<engaño más osado, extraño y exitoso llevado a cabo durante la segunda guerra mundial>>4 o la fantasía ideada por el servicio de inteligencia naval británico que los alemanes quisieron real. El cineasta, en otro tiempo socio y colaborador de David Lean, se decanta por mezclar propaganda posbélica, historia y ficción, intriga y drama, inventa situaciones, pues a las reales no tiene acceso (protegidas por la Ley de Secretos Oficiales), elimina personajes involucrados en la farsa e introduce ficticios que dramaticen su exposición de la creación de la mentira que <<nació en la mente de un novelista, y cobró forma a través del elenco de personajes más insólito>>6, personajes que, junto al resto de implicados, hicieron creíble el embuste que se desarrolla a lo largo del film. La historia que nos cuenta El hombre que nunca existió parte de una realidad y de una mentira atractivas para desarrollar una intriga entretenida, pero, a medida que transcurren los minutos, cuanto observamos se vuelve predecible, en su intento por rellenar los espacios vacíos (las omisiones de Montagu en su historia) con la presencia de Lucy (Gloria Grahame) y la aparición de O' Reilly (Stephen Boyd), que es enviado por el enemigo a Londres para verificar la identidad del ahogado. La existencia inventada cobra vida y muerte para confundir al alto mando alemán, para que este desvíe tropas a Cerdeña y Grecia y no preste atención a la isla italiana escogida para el asalto a su feudo europeo. La operación secreta, de cuyo éxito depende minimizar las bajas durante la invasión, encuentra a sus ideólogos principales en Ewan Montagu (Clifton Webb) y George Acres (Robert Flemyng), probable trasunto cinematográfico de Charles Cholmondeley, quien no quiso aparecer nombrado en el libro ni en la película. Décadas después, Ben Macintyre nos hablaría de este personaje real en su precisa descripción de los implicados y de los hechos que se inician mucho antes de que, en las aguas que bañan la playa de "La Bota" (Punta Umbría, Huelva), un pescador onubense encuentre al supuesto ahogado mayor William Martin, la respuesta a <<¿cómo crear una persona de la nada, un hombre que nunca existió?>>5.
1. Erasmo. Elogio de la locura (de la traducción de Antonio Espina). RBA Coleccionables, Barcelona, 1995
2. Federico Fellini. Fellini por Fellini. Editorial Fundamentos. Madrid, 1981
3, 4, 5, 6. Ben Macintyre. El hombre que nunca existió (de la traducción de Luis Noriega). Crítica, Barcelona, 2010.
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