En el más allá expuesto por Lee Unkrich y Adrián Molina hay entretenimiento, derroche visual, fantasía y la idea dominante <<la familia es lo primero>>, una idea que también encontramos en la tierra de los vivos donde el pequeño Miguel Rivera fantasea con la ilusión de ser músico, al tiempo que siente la frustración que le acarrea la prohibición familiar de hablar, tocar o soñar con música. La familia como eje infalible, protector y perfecto, reaparece a lo largo de las producciones Disney-Pixar. Es una de sus constantes temáticas, como también constante es su empeño de que toda aventura implica un aprendizaje, o lección moral, que sus protagonistas completan en el final feliz de sus andanzas, sean estas por tierra, mar, aire o por el mundo de los muertos donde se desarrolla la mayor parte de Coco (2017). Dicha lección arraiga en el héroe infantil a medida que avanza su recorrido, durante el cual logra desprenderse de falsos ídolos y acepta la prioridad de los lazos familiares, a veces cadenas, sobre su desarrollo personal. ¿Las raíces son más importantes que la propia identidad, aquella que le anima a soñar? ¿O viceversa? Abanderado del cine familiar, para Disney-Pixar <<nada es más importante que la familia>>, y así lo asume Miguel cuando hace suyo el mensaje que la productora introduce en muchas de sus fantasías y aventuras, un mensaje que el niño se encargara de proyectar hacia el futuro (cuestión que observamos cuando sujeta entre sus brazos a su hermana pequeña y le nombra a los ancestros retratos). La realización personal de Miguel, el desarrollo de su creatividad, de un carácter propio y de su libre albedrío, que implicaría errores y aciertos que forman parte de cualquier aprendizaje (de la vida en sí misma), están supeditados a no transgredir las normas que imperan en el grupo. Su abuela le dice que <<solo importa la familia>>, en la que ella ejerce de guardiana sin plantarse que el bienestar familiar se reduce a lo impuesto por mamá Imelda generaciones atrás. Ninguno de los Rivera duda de la validez del orden establecido por la antepasada, un orden que acatan como autómatas y que la abuela guarda con sumo celo, pues ella es la guía matriarcal en el mundo terrenal. Su labor, una de ellas, consiste en velar por el mantenimiento de la línea establecida en el pasado y, para ello, prohíbe cualquier acercamiento musical o hablar del Rivera que abandonó a mamá Imelda y a la pequeña Coco para triunfar como músico. Tampoco permite que su nieto rechace la comida, aunque esté lleno, ni contempla que su autoritarismo afecte de forma negativa al resto de los miembros, que no preguntan ni protestan, salvo Miguel, el único que pone en duda las prohibiciones. Todo esto lo descubrimos en pocos minutos, suficientes para conocer a los personajes terrenales y al pequeño héroe, sus circunstancias y sus intenciones, durante el día de muertos. La jornada festiva se prepara para honrar a los difuntos, y en el altar de los Rivera lucen las fotografías de sus fallecidos. Allí, Miguel contempla los retratos y la ausencia del rostro del familiar que, escogiendo su camino, abandonó a su mujer e hija. Quizá, en ese instante, al pequeño músico no le llame la atención la gradación piramidal de la familia, en cuya punta luce la tatarabuela, a quien conocerá en su intolerancia protectora cuando se produzca su paso al reino de los muertos, donde descubrirá que las almas se igualan a los vivos: vibran de alegría, festejan su día de vivos, sufren la lentitud de la burocracia o rebosan ilusión, porque podrán visitar a sus familiares del otro lado. Pero, donde todo parece jovialidad, tanto en el pueblo como en la ciudad del más allá, encontramos dos existencias que contrarían la algarabía generalizada. Héctor, (semi)olvidado y marginal entre los muertos -pues carece de familia y apenas lo recuerdan al otro lado-, resulta imprescindible para el desarrollo de la acción, del humor y del aprendizaje de Miguel (y del resto de implicados, él incluido). Héctor se convertirá en guía, amigo y familia cuanto el pequeño tome una dirección contraria, simbólica y literal, a la establecida en el puente que le conduce al espacio espiritual. Su acceso se produce tras tomar entre sus manos la guitarra (su llave al otro lado) que reposa en el mausoleo de Ernesto de la Cruz, el ídolo de masas y la imagen idealizada que, al inicio de su aventura, el niño toma como ejemplo. Miguel reafirma sus intenciones cuando descubre la posibilidad (certeza para él) de que el mariachi admirado sea su tatarabuelo; reafirma su rebeldía contra las directrices familiares, aunque no lo hace por ambición, fama o éxito, como sí descubrirá en su admirado de la Cruz, sino porque la música es su pasión y, junto a su familia, su razón de ser. Como tantos otros héroes de animación, y de cine de personajes de carne y hueso, el de Coco emprende su búsqueda, -del equilibrio entre la música (el yo) y la familia-, que no solo implica salvar obstáculos y descubrir aspectos de la vida que lo harán más sabio, sino que conlleva el cambio radical en la actitud castradora de una familia donde ningún miembro osa contrariar ni asumir decisiones que se opongan a las establecidas por la abuela terrenal y por la tatarabuela espiritual.
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