Gran parte del cine de Werner Herzog no busca respuestas, aunque haga preguntas, sino establecer límites humanos que se ensanchan y se reducen, pues son cambiantes, y establecer dentro de su perímetro vínculos entre espejismo y verdad, pues, como le sucede a don Quijote, la idea que se establece en el pensamiento puede llegar a convertirse en la realidad de quien construye sobre la imagen alucinada que pasa a ser verdad existencial. No obstante, en su cine siempre hay algo que permanece o que reaparece: el viaje, que es fundamental. El enfrentarse y el vivirlo a riesgo de perder la cordura o, dicho de otro modo, que la locura que existe en el ser humano asome a lo largo de ese camino que se emprende y que evidentemente forma parte de la vida. En su primer largometraje Werner Herzog viaja en el tiempo y a una isla mediterránea donde ubica a sus personajes: tres soldados alemanes y una enfermera griega; pero también es su viaje, el de un cineasta atípico que da sus primeros pasos en el cine sin conocimientos cinematográficos, en cortometrajes como The Unprecedented Defence of the Fortress Deutschkreuz (1967) y Letzte Worte (1967), en los que, aparte aspectos que desarrollaría en Signos de vida (Lebenszeichen, 1968), le sirven para ir aprendiendo algo que para él es más que un oficio. Después de que su guion fuese galardonado con el Premio Carl Mayer —en honor este guionista fundamental en el cine alemán del periodo silente— en 1964, tardó tres años en lograr financiación para rodar Signos de vida, en la que ya dejó claro que más que un director de cine era un viajero en busca de paisajes naturales y humanos.
La mayoría de estos paisajes apenas son accesibles, pero allí, como anuncia el título de su primer largo, busca y encuentra señales de vida. La apariencia de Signos de vida mezcla documental y ficción, las dos vías que ya no abandonará su cine: emplea recursos que parecen documentar la ficción y en otras ocasiones lo hace a la inversa. En este primer momento, se ubica en Kos, la isla en el Egeo que Herzog había visitado por primera vez a los quince años y donde su abuelo había dirigido una excavación arqueológica. En todo caso, se trata de un lugar fuera de tiempo o puede que de uno que combina tres espacios temporales diferentes, distantes y a la vez inseparables, —el pasado grabado en piedra, el representado por los uniformes de los soldados alemanes y el presente en el que Herzog filma el paisaje y los habitantes del lugar—, pues lo que se observa obedece a un ritmo distinto, posiblemente herencia del pasado o a un presente de apatía y desorientación. Los protagonistas del primer largo de Herzog son tres soldados alemanes y Nora (Athina Zacharopoulou), la mujer griega que atendió en el hospital a Stroszek (Peter Brogle). Los cuatro viven en una fortaleza antigua y solitaria, reconvertida en depósito de armas, repleta de cucarachas, entre otros insectos, que Meinhart (Wolfgang Reichmann) atrapa con sus trampas. Toda ella es un yacimiento arqueológico, lo que supone un atractivo para Becker (Wolfgang von Ungern-Sternberg), que disfruta traduciendo tablillas antiguas —como haría Rudolf Herzog, el abuelo del cineasta—, pero también resulta un lugar que psicológicamente les afecta y que trastoca su percepción de la realidad, y sus comportamientos, de forma más evidente a Stroszek…
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