Hacía más de tres décadas desde que vi ¡Viven! (Alive!, 1991) por primera vez y apenas guardaba más recuerdo de ella que el de una película hecha por y dentro de los cánones de las producciones A de Hollywood. Es decir, de factura implacable y de mensaje optimista, superficial en su propuesta. Hollywood no vende entre intelectuales porque, de hacerlo, vendería a un público minoritario y este no interesa a las grandes empresas productoras y distribuidoras. Se trata de un negocio, por tanto ha de atraer consumidores. De modo que tampoco vende penurias ni tragedias, en la creencia de que el pesimismo y la negación espantarían al respetable, a quien prefiere vender esperanza, heroicidades, supervivencia, terror sin miedo, comedia sin apenas ironía, nada hiriente y justa de crítica, (melo)dramas y alguna vida, obra y milagros. En definitiva, las empresas de cine venden entretenimiento y conformismo en su intento de reducir riesgos empresariales. Se adaptan a las modas y a lo políticamente correcto de cada tiempo. Así, sus propuestas suavizan situaciones o las exageran, en todo caso las recrean y a veces deparan grandes obras; y otras muchas, productos que suenan a ya vistos. Después de tantos años, me digo que Frank Marshall en ¡Viven! sabe vender su historia, creando emoción y espectáculo a partir del trágico accidente aéreo que relata, el cual se basa en el real sucedido en 1972 y que Piers Paul Reed relató en su libro. Marshall, socio de Spielberg y director de Aracnofobia (Arachnophobia, 1990), asumió la dirección de la película, que relata la odisea de supervivencia, aunque toda odisea lo es, por la que atraviesan los jóvenes que sobreviven al impacto del avión en los Andes. Si la película se hubiera hecho en la actualidad, habría contado con un reparto uruguayo, pero eso carecería de importancia, ya que lo que realmente importa es de que nos habla el film y si cumple sus intenciones: contar una historia, emocionar y entretener o, lo que es lo mismo, que el público no se sienta defraudado al salir de la sala (de cine o de estar). En todo caso, nadie, ni siquiera los supervivientes del accidente que sobrevivieron al infierno blanco podrían contar su historia tal como la vivieron en el momento de producirse. Resulta imposible, los recuerdos no son la realidad. De modo que tampoco se le puede pedir al cine que sea la realidad, cuando su función es otra: reproducirla o inventarla. En el caso de Marshall, intenta reproducir la situación límite en la que se ven los jóvenes que sobreviven al impacto y se encuentra en la desolación espacial y espiritual, que sigue el ser conscientes de las muertes de seres queridos y de la imposibilidad a la que deben hacer frente. De la esperanza y el shock del primer momento se pasa a la desesperanza que implica comprender que nadie vendrá a rescatarles; y de ahí, al instinto que les aferra a la vida y les despoja de la mochila moral, pues, en una situación extrema a vida o muerte, la moral de la civilización solo es una carga innecesaria, mortal de necesidad. El milagro de los Andes, no la tragedia, pues esta sucede sin que nada puedan hacer para evitarla, consiste en aunar esfuerzos, en residir y buscar alternativas que les permitan continuar vivos…
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