El silencio del mar (1949)
En 1942, bajo el seudónimo Vercors, Jean Bruller publicó clandestinamente Le silence de la mer. Años después, en 1947 —aunque no sería estrenada hasta 1949—, la novela fue adaptada por Jean-Pierre Melville en su primer largometraje como director, que también produjo, escribió y montó. Aunque se trate de su primer largo, en Le silence de la mer (1947) se aprecia en toda su dimensión la atípica y personal mirada de Melville, un cineasta que, a lo largo de su carrera, empleó sombras, silencios, miradas o soledades para profundizar en el alma de sus personajes. Estas constantes generan la atmósfera triste e intimista, de gran belleza simbólica, que domina en una película marcada por la lentitud del tiempo que tres personajes comparten en el interior de la sombría estancia donde se desarrolla una relación distante que, poco a poco, se convierte en parte de ellos. Le silence de la mer se abre con la imagen de una maleta en cuyo interior se descubre un ejemplar de ese texto prohibido durante la ocupación, y cuya historia se desarrolla en 1941, cuando los alemanes ocupan Francia y se alojan en las viviendas de ciudadanos franceses, sin que estos puedan evitar su presencia.
La aparición del teniente Werner von Ebrennac (Howard Vernon), cuyo uniforme representa la opresión y la falta de libertad, provoca el rechazo del tío (Jean-Marie Robain) y la sobrina (Nicole Stéphane) que habitan en la casa, pero su situación les obliga a aceptar la presencia impuesta de ese oficial, a quien reciben desde el silencio que domina en todo momento. Este comportamiento no irrita ni contraría al alemán, más bien agudiza su melancolía y provoca que exprese sus sentimientos, su pasado o su predilección por Francia, de igual modo que habla de una aceptación amistosa entre el pueblo alemán y el francés. La mayor parte de la película transcurre en esa sala sombría donde se escuchan los soliloquios del oficial y la voz en off del tío, que recuerda las sensaciones que aquél hombre provocaba tanto en él como en su sobrina, en cuyas miradas se desvela la atracción que empieza a sentir por el joven intruso. Las palabras de von Ebrennac descubren su admiración por la cultura francesa, pero sobre todo su necesidad de ser aceptado por sus anfitriones sin emplear la fuerza, del mismo modo que desea que los franceses acepten a sus compatriotas, porque en ese instante del film el soldado alemán, quizá consciente de ello, permanece ajeno a las intenciones del régimen al que sirve, y que no aboga por la comprensión o la aceptación, sino por la imposición y la destrucción. Hacia el final de El silencio del mar, cuando el militar se ausenta para visitar París, se crea un vacío en la casa y en los habitantes que en ella aguardan, una sensación similar a la experimentada por el soldado al llegar a la capital francesa, porque allí comprende que todo cuanto ha dicho y deseado no es más que un imposible que choca con las decisiones e intenciones de esa ideología que defiende la opresión y atenta contra la libertad y el respeto entre los pueblos, cuestión que rompe sus esperanzas de ser aceptado y le despierta a la triste realidad que le separa irremediablemente de sus silenciosos anfitriones.
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