Al igual que en El gran McGinty (The Great McGinty, 1940), su primera película como director, Preston Sturges inició Salve, héroe victorioso (Hail the Conquering Hero, 1944) en un bar donde se encuentra un joven atormentado por una idea que no puede alejar de su mente. Sin embargo son dos individuos distintos, como también lo son las circunstancias que les preocupan. Woodrow Truesmith (Eddie Bracken) intenta ahogar sus penas bebiendo en la barra del bar, mientras seis marines se sientan en una mesa con tan solo dieciocho centavos para celebrar su regreso de Guadalcanal. Faltos de liquidez y de líquido piden una cerveza, pero el camarero les sirve seis jarras y seis bocadillos, cortesía de ese joven que les confiesa haber sido expulsado del cuerpo de marines por padecer la fiebre del heno, una alergia que le ha impedido emular las hazañas bélicas de su padre (muerto en la Gran Guerra el mismo día de su nacimiento). Pero lo que pretendía ser un momento de desahogo se convierte en la confesión de la mentira que contó a su madre (Georgina Caine) para no decepcionarla, porque esta venera la figura paterna hasta el extremo de haber creado una especie de santuario alrededor de una fotografía del difunto. Como consecuencia, la señora Truesmith cree que su hijo se encuentra en ultramar, combatiendo a los soldados japoneses, falsedad que aflige a Woodrow porque se ve incapaz de asumir el valor suficiente para regresar a su pueblo y confesar la verdad. La solución la tienen sus seis ángeles uniformados, que se encargan de idear una nueva mentira que oculte la anterior, algo a lo que el joven se opone, aunque sin demasiada convicción debido a su timidez y a su falta de determinación, rasgos de su personalidad que lo relacionan de modo directo con el personaje principal de El milagro de Morgan Creek (The Miracle of Morgan Creek, 1943).
Además, como dice el sargento (William Demarest), solo será bajar del tren y que su madre lo vea con el uniforme y, a ser posible, con alguna medalla. Esta introducción muestra el frenético ritmo que Sturges imprimía a sus comedias, empleando replicas y contrarréplicas ingeniosas y divertidas que, en el caso de esta película, se producen en dos espacios distintos: el interior del tren donde viajan Woodrow y sus nuevos amigos y la estación donde, para sorpresa de los militares, descubren una multitud ansiosa y descontrolada en su deseo de aclamar al héroe local. Es tiempo de guerra y, por lo que se aprecia en ese instante, la población necesita un héroe, porque puede que vitoreando las hazañas bélicas de su vecino, laven su conciencia por no haber participado directamente en el conflicto en el que su héroe conquistador, a quien proponen como alcalde, tampoco ha participado. Sin poder salir de su asombro, el joven intenta decir la verdad, aunque no se atreve a ser claro, y sus palabras contienen la ambigüedad precisa para que las masas las interpreten a su gusto. Mientras, el sargento, experto en alterar verdades, acrecienta la leyenda heroica de Woodrow. Superado por tantas falsedades, el héroe no puede más que quedarse perplejo ante las palabras del sargento, cuando este le dice que no se preocupe, que las hazañas bélicas que acaba de narrar <<no son mentira, son promesas electorales>>. En este veterano suboficial recae buena parte del humor y del cinismo del que carece ese héroe-víctima que, sin desearlo, se ve envuelto en un lío de cuidado, incapaz de confesar ni la verdad a su madre ni si amor a Libby (Ellen Raine), su novia de siempre, a quien también ha mentido y a quien no desea arrastrar en su caída cuando la farsa sea descubierta. Como comedia, Salve, héroe victorioso mantiene su ritmo a lo largo de todo el metraje, ágil y divertido, pero como se trata de una comedia de Sturges, también encierra una corrosiva reflexión social, que muestra a un colectivo que necesita crear héroes, idolatra de manera obsesiva a los ganadores, a la imagen materna y a la institución militar al tiempo que elige como representantes a políticos de dudosa capacidad, como ese alcalde (Raymond Walburn) que no ahorra en saliva a la hora de hablar, aunque no diga nada de nada. Con esta brillante e inteligente burla, Sturges puso fin a su relación profesional con la Paramount, después de filmar ocho películas en cuatro años, pero las condiciones que le ofrecían para renovar su contrato fueron inaceptables para un director-guionista que ante todo buscaba y defendía su libertad creativa.
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