miércoles, 17 de agosto de 2011

La isla del tesoro (1934)


El clásico de aventuras La isla del tesoro, escrito por el escocés Robert Louis Stevenson, ha dado pie a distintas adaptaciones cinematográficas. Una de las mejores es la versión escrita por John Lee Mahin y dirigida por Victor Fleming, la cual tiene suficientes atractivos para ofrecer una de las grandes aventuras de piratas ya no de la década de 1930, sino del cine; al menos de un cine en el que la combinación fantasía, superación, aprendizaje e ingenuidad funcionaba entre el público mejor que el estruendo visual y sonoro (porque tal “ruido” todavía no se había desarrollado en su decrepitud y porque el público miraba el cine con una inocencia desaparecida). La historia, de innegable popularidad, ya sea por la lectura del original literario, por comentarios de terceros o por el visionado de alguna de sus adaptaciones cinematográficas, comienza en la posada del Almirante Bembow, donde residen el joven Jim (Jackie Cooper) y la Señora Hawkins (Dorothy Peterson), su madre. El muchacho pronto descubrirá, con la llegada de Billy Bones (Lionel Barrymore), un mundo de peligro, emoción y traición, pero también vivirá una extraña y entrañable amistad con el pirata Long John Silver (Wallace Beery). La verdadera aventura de La isla del tesoro (Treasure Island, 1934) comienza a raíz de la muerte de Bones, cuando Jim descubre un mapa que el doctor Livesey (Otto Kruger) sospecha será el del tesoro escondido del capitán Flint. Tras una reunión con el caballero Trelawney (Nigel Bruce), deciden emprender la búsqueda de una riqueza descomunal. Sin embargo, los amigos de Bones no se han olvidado, codician el tesoro y no pararán hasta lograrlo. Por ello, mediante engaños y trucos, el viejo Silver convence al caballero Trelawney para que le embarque, a él y a sus hombres, en La Hispaniola, donde Jim aprende del extraño marinero de una sola pierna, un hombre ambiguo, luminoso y sombrío, en quien encuentra un amigo y a quien ofrece su cariño y admiración.


Por una de esas casualidad del cine y de la literatura, el muchacho, hasta entonces ingenuo e impresionable, descubre que su amigo es un mentiroso sin escrúpulos y el líder de un motín que pretende apoderarse de la embarcación. La decepción y el desengaño sustituyen a los anteriores sentimientos de Jim, su nuevo pensamiento enfrenta la realidad con la subjetividad, algo duro de digerir para un pequeño inocente y de grandes ideales. Mas el pequeño grumete ha calado en el viejo lobo de mar, quien intentará protegerle de sus violentos hombres, aunque inicialmente semeje que lo hace porque le beneficia, puesto que Jim ha desbaratado sus planes tras esconder el barco en un lugar que solo él conoce. La amistad entre el entrañable mentiroso y el valiente (y cada vez menos inocente) muchacho, que demuestra a lo largo de su experiencia su sentido del honor y de la lealtad más allá de lo que se espera, quizá solo al alcance de los ingenuos y de los héroes literarios/cinematográficos, continúa su curso en zona ambigua. Jim Hawkins y John Silver se convirtieron en personajes inmortales de la literatura mundial, gracias a la excelente y entretenida obra de Stevenson que puso en bandeja la posibilidad, cual sinónimo de aventura, que permitió a Victor Fleming rodar su versión; en la que destaca el diseño de producción realizado por Cedric Gibbons, uno de los directores artísticos más prestigiosos del Hollywood más glamuroso, quien supo crear un ambientación que permitió soñar y trasladar la acción de los decorados, en la que está rodada, a un barco plagado de piratas y a una isla desierta en la que sólo mora un habitante; lugares donde se desarrollaría la mayor parte de la trama. No obstante, el paso del tiempo ha hecho mella en ella, pero continúa conservando parte del encanto que la convirtió en un clásico del cine de aventuras.

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