Los mejores años de nuestra vida (1946)
La honestidad que William Wyler supo transmitir a las imágenes de Los mejores años de nuestra vida (The Best Years in Our Lives, 1946) es uno de los grandes logros de la historia del cine. Esa mirada, sincera, emotiva y no exenta de comprensión, a hombres y mujeres de posguerra nace de la experiencia bélica del cineasta: su alejamiento del hogar, su contacto directo con la guerra y su posterior retorno a Hollywood, donde nada sería igual que antes de partir hacia Inglaterra. La realidad vivida por Wyler, desde la que interpreta una realidad más amplia, que apunta cuerpos, mentes y vidas rotas o a reconstruir, resulta fundamental para trasmitir en toda su intensidad la desorientación de los veteranos de guerra que, a su regreso al hogar, no pueden o no saben cómo retomar su cotidianidad donde la dejaron; aunque más exacto sería decir donde ha llegado en su ausencia. Los años fuera de casa, viviendo un tiempo de incertidumbre, de distanciamiento del mundo conocido e idealizado, de salvajismo, de muerte, los ha transformado. Ya no son aquellos hombres que partieron hacia el frente con la idea de vengar el ataque a Pearl Harbor, de combatir, vencer, liberar y regresar a casa victoriosos, sin pensar que el tiempo, las heridas físicas y morales, las muertes de amigos y enemigos, no les afectasen. Ahora son otros. Algo ha cambiado en su interior. Lo sospechan, lo saben, lo niegan, pero no pueden hacerlo. Esto les supera y les aleja, sobre todo cuando retornan a sus vidas de antes y comprenden que, aunque los años han pasado para sus amigos, familiares y conocidos, todo continúa más o menos igual, salvo ellos, que todavía deben recorrer la distancia emocional y moral de la guerra (ya concluida, pero todavía presente en sus mentes) para regresar a casa.
Algo similar pudo haber sentido Wyler cuando volvió del frente con el recuerdo físico de su sordera y con las heridas invisibles de una etapa bélica que solo puede ser comprendida por quienes la hayan vivido, quizá por ello sus protagonistas masculinos: el sargento Al Stephenson (Fredric March), el capitán Fred Derry (Dana Andrews) o el marinero Homer Parrish (Harold Russell), rezumen autenticidad y humanidad desde que asoman en la pantalla, con dudas, miedos, esperanzas, contradicciones. Los tres combatieron en la misma guerra, aunque ninguno coincidió en la batalla ni, viviendo en la misma ciudad, se conocían de antes. Sin embargo, los problemas con los vuelos provocan que viajen en el mismo bombardero que los devuelve a sus hogares tras su larga ausencia. Su participación en la Segunda Guerra Mundial y esta casualidad del destino no son sus únicos rasgos comunes, ya que también los tres siente temor, uno distinto al que les produjo su estancia en el frente. No cabe la menor duda de que esta nueva e incómoda sensación se apodera de ellos, porque la idea de retomar sus vidas les genera la de que estas nunca volverán a ser como las que abandonaron para participar en la guerra.
Las dudas se acumulan durante el viaje de regreso, lo que permite comprender ciertos aspectos personales del trío protagonista. Al dejó a su mujer y a sus hijos, Fred a una esposa a la que apenas conoce y Homer perdió sus manos, y también su confianza tras el hundimiento del portaaviones en el que viajaba. Para cada uno de ellos, la vuelta a casa significa un comienzo duro, confuso, de secuelas físicas y psíquicas generadas por el conflicto. El largo periodo de ausencia, juega en contra de su reinserción en la sociedad a la que regresan. Necesitan tiempo, comprensión, apoyo, de tal manera nace su amistad, forzada por su reconocimiento como iguales, que les permite sentir una falsa seguridad. Sin embargo, esa confianza se esfuma cuando deben atravesar las puertas de sus hogares y enfrentarse a unas relaciones que habían dejado aparcadas al partir a la guerra. El primero en llegar a casa es Homer, donde el marinero no puede soportar que le miren de manera extraña cuando descubren sus ganchos-manos. ¿Por qué tienen que sentir lástima por él, si es alguien igual que el resto, que puede hacer cualquier cosa con sus extremidades metálicas? Esa es la realidad que sufre, la que le encierra en su dolor y le aleja de cuantos le rodean porque no puede aceptar su propia imagen al creer ver lástima y tristeza en la mirada de quienes le rodean. Esta sensación le aparta de su novia de toda la vida, Wilma (Cathy O'Donnell), una joven que le ama e intenta atravesar esa barrera emocional que el marinero ha levantado alrededor de sí.
Cuando Al Stephenson atraviesa la puerta del edificio, el portero le detiene, no le reconoce, posiblemente porque no trabajaba allí antes de que el sargento partiese para combatir en el Pacífico. Esta situación indica que las cosas han cambiado, que el tiempo no se ha detenido y que los que se han quedado han vivido sus vidas. Esta situación se confirma cuando encuentra a unos niños, sus hijos, que ya no lo son. Peggy (Teresa Wright) se hay convertido en una hermosa, eficaz y sensible mujer, y Rob (Michael Hall) en un muchacho, sombra de aquel niño al que recordaba. No obstante cuando ve a su esposa todo parece señalar que las cosas le irán bien, pues se aman, mas la separación ha sido larga y les mantiene inicialmente separados, en un estado de tensión latente. Esa situación provoca que Al se esconda tras la excusa de celebrar su regreso. Por miedo a permanecer a solas con Milly (Myrna Loy), su mujer, convence a Peggy para que les acompañe. La jornada de fiesta provoca que los tres camaradas se encuentren en el bar del tío de Homer, cada uno ha llegado hasta allí por diferentes razones, sin embargo, se descubre que es la misma, se encuentran perdidos. Fred ha terminado en el local porque ha recorrido todos los clubes de la ciudad en busca de Marie (Virginia Mayo). Para él ha sido una sorpresa desagradable enterarse de que su esposa ha abandonado la casa de sus padres y encontrado trabajo en un local nocturno. El estado de embriaguez que domina a Al y a Fred es el responsable de que el capitán duerma en casa del primero, y a la postre conozca la sensibilidad y valía de Peggy. Las tres parejas se convierten en los tres centros de atención que William Wyler expuso para reflexionar sobre las secuelas de la guerra y la dura reinserción social y laboral de aquellos hombres que, tras años de ausencia, regresan a un hogar que semeja tan hostil como los campos de batalla en los que lucharon. Conseguir un empleo se presenta como un imposible para un hombre como el capitán Derry, un héroe de guerra a quien nadie puede o quiere ofrecer un empleo porque no tiene experiencia, pero ¿cómo tenerla si fue enviado a combatir siendo casi un crío? Fred Derry es un hombre que empieza a comprender que todo lo que ha sido en la guerra o las experiencias vividas no son más que parte del pasado y que no significan nada en un presente en el que la guerra no es sino un sonido lejano y distante que apenas ha trastocado las existencias de quienes han permanecido en el hogar. La relación con su esposa se presenta como un imposible, ella le aguanta mientras tiene dinero, sin embargo cuando éste se termina los problemas aparecen. Ha llegado la hora de conocerse, de comprenderse y de apoyarse, más esa hora no llega. La situación no es mejor para Al, quien debe regresar a su trabajo en el banco, entidad donde le han ascendido. Su nueva labor consiste en denegar o entregar prestamos a los veteranos de guerra, pero sabe que un banco no puede prestar sin aval o garantía. Se siente sucio, no sabe qué hacer, pues ¿cómo denegar un crédito a hombres que han luchado por su país y que únicamente pretende salir adelante?
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