El multimillonario y magnate del acero Andrew Carnegie escribió “El evangelio de la riqueza”, y en él expuso ciertas ideas sobre los ricos y la necesidad de dejarles que continuasen enriqueciéndose en paz, sin intervenciones del gobierno y sin trabas como impuestos o leyes que los supervisasen. Así podrían devolver lo ganado a la sociedad, entregando parte de su fortuna allí donde lo considerasen moralmente correcto. Este iluminado había nacido en Escocia, en el seno de una familia pobre, lo que supuso que tuviese que emigrar a Estados Unidos, donde hizo su fortuna y donde llegó a ser el hombre más rico del mundo. Era el prototipo del hombre hecho a sí mismo y la imagen sonriente del sueño americano. Ese que todos pueden soñar, pero que solo materializan las excepciones. La fortuna de Estados Unidos a finales del siglo XIX se repartía entre una minoría de la que Carnegie era uno de sus máximos exponentes. Otro era John D. Rockefeller, magnate y dueño de la Standard Oil, la empresa petrolera con la que llegó a controlar el 90 % del petróleo estadounidense, lo que le supuso ser el hombre más importante del país y más poderoso que el gobierno. El tercero de los reyes del dólar era banquero y naviero y respondía a J. P. Morgan, que también era el dueño del telégrafo, de la industria del carbón, y del ferrocarril, entre otros negocios que no paraban de aumentar y de llenarle los bolsillos y las cajas de zapatos que guarda en su casa. Un día, quizá en la sala o de paseo, pensando en lo bien que le sentaba nadar en la abundancia y llenarse de poder, llegó a la conclusión de que <<si preguntas cuánto cuesta es que no te lo puedes permitir>>. Era una frase de postín, de esas que hoy aparecen en los azucarillos, en las puertas de los aseos de la bolsa, en muros o en algún audio que regala sabiduría a sus oyentes. Morgan podía permitirse ese tipo de frase mientras buscaba en su bolsillo derecho 450 millones de la época para comprar (en 1901) a Carnegie su gigante del acero. Así eran estos y otros ricos que controlaban la economía estadounidense a finales del XIX, cuando las teorías socialistas también empezaban a estar de moda entre quienes se llamaron progresistas. Aunque aquellos que las abrazaban eran muy diferentes a los que hoy dicen serlo o quizá no tanto, pues los tiempos cambian para que nada cambien y las fortunas siguen siendo de unos pocos.
En su libro, Carnegie expuso que era preciso dejar a los ricos enriquecerse y que luego ellos ya redistribuirían su fortuna allí donde la sociedad la precise: bibliotecas, universidades, hospitales, palacios operísticos, pero no en sus fábricas y negocios, en los que su “altruismo” incluía horarios de sol a sol, sueldos por los suelos y ordenar disparar sobre sus trabajadores cuando estos intentaron formar un sindicato. Hubo quince fallecidos durante un intento de crear una organización sindical en su empresa, pero el filántropo alegó que estaba defendiendo su propiedad privada. Visto así, ¿quién podría decirle nada a quien también comentaba que las grandes fortunas no deberían ir a parar a manos de los herederos, al sospechar que no eran más que unos inútiles y unos gorrones? El caso es que creía que solo unos pocos estaban destinados a enriquecerse, algo así como la teoría de la evolución de Darwin, en la que solo el más apto puede llegar a acumular una fortuna que después podría emplear en buenas obras; se calcula que la suya ascendía a 310 billones de dólares en el momento de su muerte, cantidad que todavía le convierte en el segundo estadounidense más rico de la historia, solo superado por Rockefeller. Siguiendo el criterio de Carnegie, multimillonarios como Rockefeller donaron dinero a universidades y a otras instituciones; a cambio obtenían prestigio y una publicidad positiva que lavaba la mala imagen que, en el caso del dueño de la Standard Oil, que a lo largo de su vida donó unos 500 millones (su fortuna ascendía a 340 billones), le perseguía desde que había empleando métodos poco deportivos, pero muy efectivos, para hundir a sus rivales y crear su imperio petrolífero.
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