viernes, 16 de octubre de 2020

El colegial (1927)


Las comedias de
Buster Keaton, como tantas otras silentes, tienen un argumento mínimo, el esbozo de una historia, puesto que no necesitaban desarrollar un guion literario con descripciones y sensaciones que confiriesen mayor entidad psicológica a los personajes y profundidad a la trama, que no dejaba de ser secundaria. Lo principal eran la comicidad del gag, la inventiva visual y la agilidad de la acción. Los maestros del slapstick como Keaton desarrollaban su humor a partir de equívocos, de trivialidades o de la conquista de la mujer amada. Solo eran excusas y, salvo Chaplin que se lazó en busca de profundidad emocional en la dramática Una mujer de París (Woman of Paris, 1924), no buscaban psicología ni transcendencia, sino entretenimiento, dinamismo, diversión, comicidad disparada y disparatada. Y en el arte de entretener y de acelerar el ritmo de la aventura cómica, el responsable de El maquinista de la General (The General, 1925) era un auténtico genio, en esto, quizá el más grande.

Si observamos el rictus de Keaton, en cualquiera de sus comedias silentes, su personaje parece existir en un limbo de melancolía y despiste, a la espera de lanzarse a la carrera o, mejor aún, a que las circunstancias le empujen a correr y así, empujado por su amor a su locomotora, a una mujer o a una vaca, vive en continuo movimiento. Él es su aventura, ya que su entrega, absoluta, es un obstáculo más a superar. Al tiempo que supera los que le salen al paso, lleva consigo aquellos colocados por sus propios pasos. No solo los salta en la pista de atletismo de El colegial (College, 1927), sino que los encara, a veces a trompicones, los arrastra o le pisan los talones debido a ese despiste que a menudo nos provoca la carcajada. La imagen que introduce a su personaje en El colegial lo sitúa bajo la lluvia, acompañado de su madre, caminando hacia el colegio donde se celebra la graduación de su promoción. No muestra felicidad, apenas exterioriza emociones, ni la de estar enamorado de Mary, pero, cuando le piden que suba a recoger la medalla de honor al mejor estudiante de la promoción, habla largo y tendido. La sala se vacía de público y, menos la madre, el resto, estudiantes y familiares, muestran su disconformidad abandonando el recinto donde Keaton ha expresado sus idea sobre la necesidad de estudiar y de leer, de desarrollar el intelecto y no los músculos. En ese instante, no solo se da cuenta de que su traje ha encogido debido a la lluvia y al calor de la estufa, comprende que la juventud y sus padres prefieren a las estrellas del equipo del instituto y a las chicas populares que a los alumnos y alumnas brillantes.

Pero en El colegial hay algo que falla, desaprovecha una de las grandes bazas de Keaton: su capacidad de generar y equilibrar humor y movimiento, sin que sufran bajones en su comicidad y ritmo. En esta ocasión, ni él ni su codirector James W. Horne, ni las situaciones expuestas, alcanzan el dinamismo ni la hilaridad de otras comedias de Keaton. A pesar de tomar su excusa en el deporte, la película resulta de las menos ágiles del gran cómico, que se encuentra más limitado en sus movimientos, atrapado en gags (piezas clave en las comedidas silentes) que, en su mayoría, resultan demasiado estáticos, carecen de la armonía entre el personaje y el medio y no logran dar con la tecla que posibilite el tono ascendente que sí suena en El maquinista de la General (The General, 1926), por citar su película inmediatamente anterior, respecto a la que El colegial mantiene su desarrollo tradicional: presentación, superación de obstáculos y breve conclusión, pero aquí fallan las trabas a superar, esa parte central de la película donde Keaton, en su torpeza atlética, intenta destacar en diversos deportes para recuperar el cariño de Mary...

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