Dos de las mejores películas de Sydney Pollack cuentan con guiones en los que intervinieron autores muy personales y distintos entre sí. Los temas de Paul Schrader y John Milius cobran presencia en Yakuza (The Yakuza, 1974) y Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, 1972), respectivamente. Pollack los hizo suyos, los llevó a su terreno, donde les dio forma audiovisual, suavizando la caída en el abismo y la redención, constantes en el cine de Schrader, y admirando al rey sin trono, casi o sin casi legendario, que campa a sus anchas en el imaginario del director de Conan, el bárbaro (Conan, The Barbarian, 1982). El superviviente y rebelde, de presencia constante en los guiones y películas de Milius, que no encaja en la sociedad, ni quiere encajar, adquiere en Pollack las formas de Jeremiah Johnson (Robert Redford), con anterioridad, el responsable de Tootsie (1982) había realizado un esbozo caricaturesco en el trampero interpretado por Burt Lancaster en El camino de la venganza (The Scalphunters, 1968), aunque poco tiene en común con Jeremiah. Este no es ninguna caricatura, es un destacado ejemplo de individualismo, más que de individualidad, del fuera de norma que decide romper su contacto con el mundo “civilizado”. Y ahí se puede apreciar cercanía a los personajes de Milius, en que Johnson se aleja de lo establecido y busca su espacio propio, busca su libertad. Poco importa si existe o no ese lugar, donde ser libre y alcanzar la comunión con el medio, lo significativo es lanzarse a la búsqueda e iniciar el recorrido en soledad, la única compañera de Jeremiah hasta que se producen los encuentros que marcan su devenir y el del film. El protagonista no es un montañero ni un ermitaño, tampoco es un trampero solitario. Es el errante inexperto que pretende alejarse de algo -quizá corrupción, desencanto, modernidad, civilización o guerra- ya carente de importancia en las Rocosas, donde, desde sus primeros pasos, comprende que el hombre es una minúscula partícula en la naturaleza.
Cuando llega a la alta montaña, Jeremiah ignora el medio, lo desconoce, posiblemente lo ha imaginado idílico, aunque esa imagen empieza a desvanecerse a raíz de encuentros y desencuentros con los distintos moradores del entorno que pretende hacer su hogar. De todos y de todo aprende, pero su contacto con la naturaleza no le depara la paz que pretende lejos de la ciudad o quizá de una guerra de la que ha huido, ni la soledad liberadora. Le depara aprendizaje, acercamiento y violencia, e incluso las circunstancias le imponen una familia que acaba aceptando y queriendo, hasta que el desencuentro entre “salvajismo“ y “civilización“ llama a su puerta. El segundo no comprende ni respeta los límites y las tradiciones del primero, costumbres que pueblan las montañas desde mucho antes de la llegada del hombre blanco. Ese choque cultural y humano le arrebata la posibilidad de paz y entonces el abatido Jeremiah, tarda días en recuperarse del impacto que sufre a su regreso al hogar, comprende otro significado de soledad, uno indeseado, que implica dolor, desarraigo y afán de venganza, la cual, una vez iniciada, parece no tener fin. En ese deambular de lucha, supervivencia y breves reencuentros -que Pollack expone a mayor velocidad, para no redundar ni perder la atención del público- halla una libertad imposible para el resto de los mortales. Pero su libertad es engañosa, puesto que lo encierra la inmensidad sin barrotes ni leyes, una donde antes había sido feliz, una que ahora lo obliga a un continuar sin rumbo por las montañas donde hombre y mito inmortalizan la leyenda de Jeremiah Johnson...
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