Cuentan las crónicas que alguien dijo: "Lo que se vende como novedad más temprano que tardé acabará rebajado a rutina". Hubo quien dudó un instante y contestó con un "apenas recuerdo el primer momento; tampoco logro precisar los siguientes. Ya todo me suena igual o quizá ya no pueda distinguir dónde se encuentra lo auténtico y, por tanto, lo original". Original no implica que sea novedad, ni que exista novedad conlleva originalidad. No voy a explicar esto, quien quiera que lo reflexione y vea si hay algo de sentido en lo escrito o solo son palabras vacías; puesto que, a estas alturas, también las palabras vacías se hacen pasar por reflexión. No obstante, indiferente a la conclusión que cada quien extraiga del asunto, aún creo diferenciar entre cultura popular y el negocio de la cultura, el que convence a las masas de que les vende productos que enriquecerán sus vidas; pero ¿las enriquecen o solo enriquecen al negocio? Salvo las pocas películas que marcan las diferencias (y otras que se han colado en el imaginario popular sin más acierto que su mitología, extrínseca al valor intrínseco del film), las crónicas comentan que las producciones realizadas en Hollywood son variantes rutinarias que se repiten hasta que ya no queda más mito que exprimir. Sus productos aprovechan las formas del último éxito de taquilla; se crean franquicias, clones, revisiones o supuestas novedades y así salen de la cadena de montaje comedias, romances, intrigas,... Se repiten persecuciones, explosiones, supervivencia, héroes, heroínas, simpáticos de turno o situaciones "límite" que apenas cambian, y que ya no afectan a nuestras impresiones. Lo mismo funcionan para una de capa y espadas, que para otras con acceso a armas automáticas o a utensilios de cocina. Tampoco sufren alteraciones los viajeros temporales como terminator, que viven historias sin historia o, a lo sumo, con un par de variantes respecto a otras ya expuestas; por lo demás, se limita a seguir patrones establecidos. Pienso en Sarah Connor (Linda Hamilton), la asustada y la preparada, la inocente camarera y la aguerrida cautiva del psiquiátrico; la primera sobrevivió al terminator (Arnold Schwarzenegger) y la segunda deja a su hijo John (Edward Furlong) en manos de una máquina idéntica, aunque ahora el inhumano está programado para ser niñero y protector del adolescente típico del cine de Hollywood. Habían pasado siete años desde aquella primera entrega -por entonces, Terminator (The Terminator, 1984) ya formaba parte de la mítica del negocio-, Sarah estaba preparada para la lucha y James Cameron había desarrollado nuevos efectos especiales en Abbys (The Abbys, 1989), efectos que intentaría llevar más lejos en Terminator 2. El día del juicio final (Terminator 2. Judgment Day, 1991) (quiero decir, más tiempo en pantalla). Sin embargo, poco cambia respecto al original, salvo que la acción no se ubica en 1984 y que la máquina interpretada por Schwarzenegger se encariña con el muchacho, el libertador y puede que dictador en el futuro, que en el presente es perseguido por un modelo de terminator (Robert Patrick) de metal líquido, sin tejido vivo, que también ha podido viajar el tiempo; que no se detendrá, que no parará hasta matar a... y blablablá. Ya conozco la historia, me refiero a que conozco su ausencia y el cómo se rellena con efectos especiales, explosiones, frases de manual, mucho humo y grandes destrozos. Es Hollywood, es la industria, es el supuesto cine espectáculo, de acción y ciencia-ficción, un cine del que, sin duda, Cameron es uno de sus máximos exponentes. Igual de válido que cualquier otro tipo de cine, personalmente no me convence. "No es nada personal", pero Terminator 2. El día del juicio final más bien me resulta impersonal y prefabricada, aun siendo consciente de que es una película que encaja dentro de las constantes de su realizador.
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