En el capítulo que en Elogio de la locura le dedica a la política (Importancia de la locura en la política), Erasmo escribió <<¿Qué estados adoptaron verdaderamente las leyes de Solón, o de Aristóteles, o las sentencias de Sócrates? ¿Qué fue lo que movió a los Decios a ofrendar su vida a los dioses manes, y lo que impulsó a Quinto Curcio a arrojarse al abismo sino la infantil vanidad de la gloria, a la que los sabios atacan con tanta saña? No cesan de decir que nada hay más vil que un candidato que adula al pueblo para pedirle sus votos; que andar a caza de aplausos de los tontos, complacerse con las aclamaciones, ser tomado como bandera y seguido por turbas o permanecer como una estatua en el Foro ante la contemplación de las gentes. Sumad esto a la adopción de nombres, títulos, honores, que equiparan en su palabrería al más ridículo de los hombres o al más infame de los tiranos a los dioses olímpicos, y dígasenos si no resulta todo absolutamente loco. No bastaría para burlarse de ello la risa del propio Demócrito>>.1 Sus palabras no han caducado; ni los candidatos han evolucionado desde entonces. Algunos muestran un rostro agradable, pero esconden otros. Esa doble cara la asume el candidato interpretado por Cliff Robertson en The Best Man (1964) durante la convección donde se elige al representante del partido para las elecciones presidenciales. Me intrigan las palabras progreso y evolución cuando suenan y descubro que el referente no ha evolucionado. En ese instante pienso que son palabras comodín, igual que puedan serlo tolerancia, democracia, libertad, pluralidad o solidaridad, que se usan según la conveniencia del momento, del lugar y de la conciencia de quienes las pronuncian priorizando intereses particulares en un instante determinado. De ese modo corren el riesgo de ser empleadas con y para fines contrarios a los supuestos significados, más si cabe en ámbitos ambiguos como el político. Cuando hablamos de pluralidad, ¿a cuántos singulares incluimos? ¿Y cuántos de los aceptados respetan o marginan? Se supone que Joe Cantwell es democrático, pero ¿cree en la democracia o la interpreta a su gusto? <<Hay algo que me gusta de ti, Joe. Puedes parecer un liberal pero eres un americano>>, le dice el gobernador T. T. Claypoole (John Henry Faulk) cuando le ofrece su colaboración. En realidad, T. T. adula porque en ese instante sabe que si quiere sacar provecho debe aliarse con el singular blanco, anglosajón, conservador y protestante que Joe representa dentro de la pluralidad que limita y manipula en su beneficio. Cantwell opta por el populismo, se erige en paladín anticomunista mientras e ignora los Derechos de las minorías. Asume una pose moral ante las cámaras y otra inmoral durante la convención, donde despliega su juego sucio. El otro favorito, William Russell (Henry Fonda), es ingenuo e íntegro en un mundo, el de la política, que devora la ingenuidad y la integridad. Intelectual, universitario, millonario, mujeriego y progresista, en el pasado sufrió un desequilibrio nervioso que ahora sale a relucir como parte de la estrategia de su oponente. Russell cree en la integración racial y en una sanidad para todos, pero, sobre todo, la mayor diferencia respecto a su rival reside en su capacidad para plantearse límites éticos: el hasta dónde llegar para alcanzar el poder; de ahí que dude cuando tiene en sus manos un oscuro secreto del pasado de Cantwell. The Best Man enfrenta a estos dos candidatos -se abre con el plano de un techo que semeja un cuadrilátero-, representantes de posturas antagónicas, en una convención durante la cual se baten en una lucha encarnizada para alcanzar la victoria. Esta competición entre ética y su ausencia, de golpes bajos, hipocresía y cinismo, se desarrolla en los pasillos, en las salas o en las habitaciones donde la perspectiva asumida por Franklin J. Schaffner, a partir de la obra de Gore Vidal, no concede tregua. Con intención crítica y con ganas de batalla, se adentra sin miedo en los entresijos de la política para sacar a la luz no el pasado de Russell o de Cantwell, sino el presente en el que el primero descubre que, para triunfar y ser presidente, plural y democrático, antes debe renunciar a sus principios y pisotear a su rival, como este otro intenta hacerlo con él. Ya no se trata de adular a las masas con sonrisas, gestos y promesas electorales que quizá no cumplan, sino de convencer a otros representantes del partido mediante palabrería, ofertas que satisfagan egos y ambiciones o chantajes, la opción favorita de Cantwell, implacable e imparable en su ascenso a la presidencia.
1.Erasmo de Rotterdam. Elogio de la locura (traducción Antonio Espina). RBA, Barcelona, 1995.
1.Erasmo de Rotterdam. Elogio de la locura (traducción Antonio Espina). RBA, Barcelona, 1995.
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