Previo a cualquier otra idea que aquí exponga, introduzco la de que Spencer Tracy era un actor mayúsculo, y no una estrella, aunque lo fuese. Tracy fue actor, no un icono del sistema de estudios. Creaba y engrandecía los distintos tipos de personajes que le encargaban; era un todoterreno y quizá por ello no lograron encasillarlo en un solo tipo, algo que las majors de Hollywood solían hacer con sus estrellas. Aunque fuesen grandes actores (lo mismo sucedía con las actrices), les ofrecían las películas que sacaban partido a la imagen que el público tenía de ellos: Cooper, el héroe; Gable, el chico peligroso; Grant, el galán sofisticado; Wayne, el rostro del oeste o Stewart, el honesto ciudadano medio, pero Tracy —y quizá también Fredric March— podía ser todos o ninguno. Dotaba de dimensión humana y real a cualquiera de sus múltiples rostros, evolucionaba en cada etapa de su carrera y se acercó a lo que —en este momento que escribo— considero el paso más cercano a la perfección de una interpretación sencilla y honrada. Año tras año, desde Río arriba (Up the River; John Ford, 1930) hasta Adivina quién viene esta noche (Guess Who's Coming to Dinner; Stanley Kramer, 1967), fue asumiendo roles que sumaban, nunca restaban, a su capacidad de emocionar con sus personajes, a quienes dotaba de honestidad y de emociones humanas sin necesidad de exagerarlas con muecas, gestos, aspavientos o cualquier otro recurso llamativo que mermase la esencia de los distintos tipos a quienes dio vida en la pantalla. <<Contigo —le dije a Spencer— la película puede ser una pequeña obra maestra de la comedia. Sin ti, no es nada>>1, concluyó Vincente Minnelli cuando lo abordó con la intención de que protagonizase El padre de la novia (The Father of the Bride, 1950).
Pese a que se le hizo una prueba al cómico Jack Benny, por orden de Dore Schary, Tracy siempre había sido la opción del cineasta, de ahí que fuese a hablar con él, lo halagase. El actor aceptó el reto y volvió a demostrar que su cercanía y su conexión con quienes estamos al otro lado eran infalibles; además, su participación en el paternal díptico de Minnelli implicó un cambio, implicó su irónica aceptación de la madurez, algo similar a lo que le sucede a su Stanley Banks en el film, que se encuentra en un momento decisivo de su vida, en el cual Kay (Elizabeth Taylor), su hija, se ha convertido en una mujer adulta, realidad que le anuncia que el tiempo ha pasado y que ante él se abre un nuevo periodo vital.
Producida por Pandro S. Berman, que se hizo con los derechos de adaptación de la novela de Edward Streeter, El padre de la novia es una comedia dirigida por un brillante Minnelli, elegante y apenas visible (como si su dirección no quisiera molestar los hechos que nos narra), pero Tracy es principio y fin de cuanto vemos. El resto de personajes son satélites que giran sobre su presencia, lo mismo sucede con las situaciones y con su comicidad, sin él no habría ni lo uno ni lo otro. El breve plano secuencia que abre el film, lo corrobora; busca a Tracy para entregarle el protagonismo exclusivo. La cámara encuadra el techo donde observa un adorno floral. Desciende sobre un motón de botellas consumidas y avanza sobre la mesa que nos anuncia el desorden que el encuadre continuará recogiendo cuando se aproxima al suelo. Prosigue su recorrido y se detiene cuando encuentra un pie calzado y otro descalzo. Una mano recoge el zapato suelto, se eleva y la imagen acompaña el movimiento ascendente para descubrirnos el resto del cuerpo y el rostro de Stanley Banks. Resignado o cansado, puede que ambas —su postura resulta válida para las dos interpretaciones—, este se dirige a nosotros (su público, sus confidentes), otro indicio de que cuanto vemos tiene su origen y su fin en Tracy. Nos informa de que se ha celebrado una boda, no la suya, por supuesto, sino la de su hija. Nos cuenta que un día, tres meses atrás... Y aquí Minnelli introduce la analepsis que ocupará el resto del film. Pero la voz de Stanley-Tracy nos acompaña en el pasado y nos presenta a sus dos hijos y a Kay, su preferida, aunque esté mal decirlo, así lo confiesa el protagonista. En ese instante pretérito aún no sospechaba lo que ya sabe en tiempo presente. Nos hace partícipes de su descubrimiento, de su sorpresa, de su rechazo inicial, a que su hija ya no es una niña y pretende casarse, de su realidad familiar y de cómo esta se ve alterada. Por la mente del padre asoman rostros de posibles candidatos, los descarta a todos; ninguno, ni el príncipe azul más azulado le satisfaría como marido de su pequeña. Su postura es opuesta a la de Ellie (Joan Bennett), su mujer, aunque entre ambos sacan la boda adelante. El día a día de los preparativos se ha convertido en su principal preocupación: primero conocer al novio, después a sus consuegros, el traje de novia, los invitados, la orquesta, el menú infantil para abaratar costes, pues hay que andarse con ojo con los gastos, entre otros encargos y obstáculos a salvar; etapas que sobre todo Stanley debe aceptar y superar para lograr la mejor boda posible para su niña, con quien ya no compartirá el mismo techo, la niña por quien gastará al borde de lo permitido por su economía de clase media, la niña por quien un buen día, tres meses atrás, la cotidianidad se vio alterada y le dijo: el tiempo transcurre, los hijos se hacen adultos y los padres, quizá abuelos.
1.Vincente Minnelli. Recuerdo muy bien (de la traducción de Fernando Jadraque). Libertarias, Madrid, 1991
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