La ronda (1950)
La sencillez es elegante y fluida; no desvía la atención de lo que se pretende mostrar, de lo que hay. No se trata de austeridad ni de ser inexpresivo. Se trata de saber qué, cuándo y cómo emplear unos recursos y evitar otros, aquellos engañosos que pueden romper la armonía del conjunto. Partiendo de lo escrito hasta ahora, podría asegurar que Max Ophüls era elegante, que movía o detenía su cámara con fluidez y aparente sencillez, aunque más que ponerla en movimiento, la hacía danzar. Pero no era una danza caprichosa y arrítmica, estaba planificada y obedecía al movimiento de los personajes, a sus características y a las del espacio por donde deambulan o donde se detienen. El plano secuencia que abre La ronda (La ronde, 1950) lo confirma: sigue a un individuo (Anton Walbrook) por un escenario indefinido, que podría ser cinematográfico, teatral y, cuando el conductor lo considere oportuno, vienés de finales del XIX. El desconocido se pregunta y se responde. Dice que ve en círculo, que lo ve todo. Nosotros lo vemos a él y su paseo por un escenario donde hay un carrusel, cámaras cinematográficas y una calle de decorado. Vemos todo eso como un conjunto, gracias a la cámara que sigue a nuestro maestro de ceremonias, y antecedente del que cinco años después encarnaría Peter Ustinov en la pista de circo de Lola Montes (1955). Se cambia de vestuario, se adapta a la época de la Viena imperial. Todo cuanto hace obedece a un orden, y los distintos encuadres lo captan sin interrupción. Le interesa mostrarnos esa mezcla de fantasía y de magia que persistirá hasta que su ronda concluya. Finalmente, se dirige a nosotros, consciente de su función en el relato, y concluye que <<para que el amor empiece su ronda ¿Qué nos falta? Un vals>>.
Estamos en la capital del Imperio Austro-húngaro de ensueño, de decorado, de cine, la ciudad que Ophüls hace girar a capricho, la Viena de mentira, de ilusión, de su rueda de amores y desamores, de deseos y pasiones. Los personajes forman parte del carrusel y revolucionan según pretende el maestro de marionetas, que no se distancia, sino que interviene para que todo fluya según sus deseos, aunque deba arreglar el mecanismo para que la vuelta pueda proseguir sin demasiados contratiempos, me viene a la memoria el sufrido por el joven que se excusa ante su amante. Las marionetas son inconscientes de ser invención, y asumen sus papeles en el carrusel que saluda a nuevos amantes y despide a otros. Y así, pasando el testigo, se suceden las historias de la prostituta (Simone Signoret) y el soldado (Serge Reggiani), la de este y la sirvienta (Simone Simon) que, a su vez, acaba en brazos del señorito (Daniel Gelin) que desea a la mujer casada (Danielle Darrieaux) que comparte habitación, mas no lecho, con el marido (Fernand Gravey) que añora y sucumbe ante la juventud que acaricia en la pequeña modista (Odette Joyeux), la misma muchacha que admira al poeta (Jean-Louis Batrault) que la abandona por la actriz (Isa Miranda) que seduce a ese conde (Gerard Philippe) que horas después contempla los ojos de la prostituta interpretada por Signoret. Se cierra el círculo de Ophüls y lo que hemos visto lo llamo estilo, apunta elegancia, fantasía y ensoñación; y diré que estilo es el modo de hacer de cada realizador; por el que se reconocen sus películas y sus películas se reconocen en él. Con el mismo material, Lubitsch habría hecho otra película, lo mismo que Clair o Stroheim. Pero no todos quienes dirigen lo tienen, o al menos no poseen uno definido, propio y reconocible; ni uno que yo aplauda. Ophüls, sí, y sus últimos largometrajes son los pasos magistrales y ascendentes de un cineasta hacia la cima estilística coronada en Lola Montes.
Una película estupenda
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