viernes, 24 de enero de 2020

Simone Signoret. Abriendo y cerrando puertas


Según la ubicación de quien la mire, cualquier puerta sirve de entrada o de salida, e igual, si es de cristal, está cerrada y recién limpiada, puede confundir e implicar el golpe de un personaje en una escena cómica de algún slapstick de un periodo previo. Pero ¿quién es capaz de recordar las que ha abierto o cerrado a lo largo de su vida? Dudo que alguien pueda, y soy consciente de la inutilidad de hacerlo. Pero si hablamos de puertas simbólicas, la cosa cambia. Metafóricamente, cerrar o abrir una, y dar el paso, quizá descubra a quien traspasa el umbral un mundo ignorado hasta entonces, con el cual, después de observarlo con o sin detenimiento, conectar, permanecer inmóvil, en la comodidad o en la indiferencia, o rechazarlo. Esto último implicaría dar media vuelta, volver al camino y buscar tras otra, pero en el caso de Simone Signoret hubo conexión inmediata con el espacio que se escondía detrás de la que abrió <<una noche de marzo de 1941>>,1 cuando, <<en lugar de coger el metro en el Louvre para Neuilly-Sablons, crucé la pasarela del Institut, subí por la calle Bonaparte y abrí la puerta del Flore. Tenía una cita con un muchacho. Yo no sabía que empujando una puerta penetraría en un mundo que iba a decidir el resto de mi vida>>.2 Su entrada en el local la contactó con el espacio que la actriz evoca en sus memorias como el entorno donde, sin pretenderlo, descubrió el ambiente artístico y cultural que, ocupado por artistas o aspirantes a serlo, influiría en su decisión de actuar. Aquel café se convirtió en una escuela y en un hogar. Y allí mismo, lo supo: quería ser intérprete. Puede que en aquel momento su intención solo respondiese al deseo o al sueño juvenil y no la posibilidad real de llegar a ser una de las grandes actrices francesas de la segunda mitad del siglo XX, pero lo fue, como corroboran sus actuaciones en La ronda (Le ronde, Max Ophüls, 1950), París, bajos fondos (Casque d'Or; Jacques Becker, 1952), Thérèse Raquin (Marcel Carné, 1953), Las diabólicas (Les diaboliques; Henri-Georges Clouzot, 1955), El ejército de las sombras (L'armee des ombres; Jean-Pierre Melville, 1969) o Policía Phyton 357 (Pólice Python 357; Alain Corneau, 1976). No obstante, su acceso al estrellato no fue instantáneo. Llevó tiempo, conllevó obstáculos que salvar y más puertas cerradas que abrir...



La puerta del Flore se había abierto para ella en marzo del 41, pero, nueve meses antes, en junio de 1940, París había dejado de ser una fiesta y no volvería a serlo hasta cuatro años después, en agosto de 1944. Las fuerzas militares alemanas habían ocupado la capital francesa y con ellas se instauró la sinrazón nazi que dio paso al colaboracionismo de las autoridades locales. Ambas circunstancias franqueaban la entrada cinematográfica a Signoret, cuyo origen medio judío le aconsejaba permanecer en el anonimato. Le advertía que cualquier intento de conseguir el carnet laboral sería un riesgo estéril. En este punto, consciente de que sin la acreditación se levantaba un muro entre ella y el cine, caminó sigilosa y encontró su acceso a rodajes donde trabajó sin acreditar -entre otros films, apareció de extra en Le prince charmant (Jean Boyer, 1942) o Les visiteurs du soir (Marcel Carné, 1942)-. Era un entonces de inestabilidad, de temor y de amenaza para muchos. Era la cotidianidad de la ocupación, pero la vida de la joven aspirante a actriz continuaba su curso y los encuentros seguían produciéndose. Unos pasaban de largo, otros marcaron su vida y su profesión, como fue el caso de Yves Allégret, su primer marido, quien en la posguerra la dirigió en Dédée d'Anvers (1948) o en Menéges (1950). Liberada Francia, el país miraba hacia un nuevo horizonte, de dudas, de ajustes de cuentas, de esperanzas, de reconstrucción y de necesidades. Urgía desenterrar la industria cinematográfica de los escombros bélicos, urgía recuperar el terreno perdido, y ahí estaba Signoret, más adelante formaría parte del multiestelar reparto de ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?; René Clement, 1966), para ser testigo y activo del momento histórico durante el cual su nombre empezó a dejarse ver en los créditos. Su deseo de ser actriz se había materializado. Era una estrella de la pantalla francesa e Yves Montand apuntaba a convertirse en el estandarte de la canción popular. Su encuentro se produjo en 1949. Fue un encuentro que cerró etapas y abrió la de su relación, que se prolongó hasta la muerte de la actriz en 1985. El nuevo rumbo les posibilitó trabajar juntos en el cine -Un matin comme les autres (Yannick Bellon, 1956) o con Costa Gavras en Los raíles del crimen (Compartiment Tueurs, 1965) y La confesión (L'aveu, 1970)- y en el teatro, medio en el que protagonizaron la obra teatral de Arthur Miller Las brujas de Salem, cuyos papeles repetirían en la adaptación cinematográfica que Raymond Rouleau realizó en 1957. Años antes, gracias a Macadam (Jacques Feyder, 1946) y Dédée d'Anvers, la actriz recibió una oferta de Howard Hughes, pero la firma del manifiesto de Estocolmo en 1950 echó el cerrojo a las puertas hollywoodienses. Así, entre ella y los Estados Unidos se levantó una barrera infranqueable. Hollywood le estaba vedado, y no sería hasta una década después cuando, gracias a su papel de Alice en la británica Un lugar en la cumbre (Room at the Toop; Jack Clayton, 1958), lo conquistó. Aunque no fue su primer papel en lengua inglesa -tal honor recae en la también británica Against the Wind (Charles Crichton, 1948)- su interpretación en el film de Clayton le abrió de par en par las puertas internacionales, aunque ella solo <<iba para rodar una película inglesa cuyo guion me había gustado mucho. Se titulaba Room at the Top. Fue debido a la tozudez de Peter Glenville que yo pudiera rodar aquella película y arrancar de nuevo mi carrera de actriz que ya parecía terminada>>.3 Si su papel de Alice es inolvidable, y fundamental para abrirle las fronteras estadounidenses y su etapa más internacional, no lo es menos el que asumió bajo la dirección de Jacques Becker. Ella fue y siempre será Marie "Casque d'Or", la mujer que da título a una película que <<es quizá la más bonita de mi vida>>,4 y en su momento una de las más ninguneadas en Francia; aunque, años después, París, bajos fondos sería revindicada y, no sin motivos, considerada una de las obras cinematográficas capitales del periodo que separa la posguerra de la aparición de la Nouvelle Vague.



1,2,3,4.Simone Signoret. La nostalgia ya no es lo que era (traducción de Ivonne Hortet). Argos Vergara, Barcelona, 1984

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