Un amor inmortal (1961)
En el desconocimiento internacional del cine japonés, y por merecimiento de los cineastas aludidos a continuación, cuando se hablaba (y se habla) de los grandes del cine "clásico" nipón solían salir a la palestra los nombres de Akira Kurosawa, Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu. Con un poco de curiosidad y fortuna se descubría el de Mikio Naruse, pero menos frecuentes resultaban los nombres de Teinosuke Kinugasa, Satsuo Yamamoto, Tadashi Imai, Masaki Kobayashi, Kaneto Shindô, Kon Ichikawa o Keisuke Kinosita entre otros imprescindibles previos a la irrupción de la heterogénea generación de los Nagisa Oshima, Yoshishige Yoshida, Shohei Imamura o Seijun Suzuki, cuyo impacto cinematográfico se dejó notar, y mucho, en la década de 1960. En el pasado, este desconocimiento, generalizado entre el público occidental, respecto a los directores y películas japonesas, estaría justificado en el difícil acceso a las obras de los nombrados, dificultad todavía existente, aunque mitigada por las nuevas tecnologías, las retrospectivas o la distribución actual en formatos domésticos inexistentes en épocas pretéritas. El descubrimiento de los realizadores aludidos permitió comprender que el cine del archipiélago no se reducía a los tres "grandes", y al "cuarto" en discordia, tan grande como aquellos, aunque no creo en una clasificación de grandezas. Existe grandeza en el cine y quienes la hacen posible. De ahí que, entre gustos propios y diferencias evidentes entre las películas, aprecie tanto un film de Ozu como uno de Naruse, aunque sus estilos e intenciones difieran. Lo mismo me sucede con Kobayashi o Shindô, disfruto sus películas igual que disfruto las de Mizoguchi, con predilección por el universo femenino, o Kurosawa, por el masculino. Recientemente, he vuelto a Kinoshita, a quien hace años encontré por primera vez en La balada de Narayama (Narayama bushi-ko, 1958), aunque tardé en profundizar en su cine. El acercamiento a su obra me ha permitido descubrir a un cineasta de excepcional delicadeza y, a la vez, vigoroso. Es delicado con sus protagonistas, con las imágenes que no fuerza, con el uso de la cámara, que, como maestro japonés clásico, ni delata su presencia ni presume de su buen hacer, y con los espacios por donde transitan las vidas corrientes de personajes que viven la cotidianidad en la que esperan y desesperan. Pero es contundente en su postura, desde la cual concede el protagonismo a la mujer y a su situación en la sociedad japonesa. No lo hace como Naruse, más amargo en su visión del patriarcado que denigra a la figura femenina que sube la escalera, lo hace como Kinoshita.
Esta idea, la de estar frente a un cineasta con estilo y discurso propios la introduce la madre de El adiós de un hijo (Rikugun, 1944), la confirman la profesora de Veinticuatro ojos (Nijushi no hitomi, 1954), las alumnas que se rebelan en Jardín de mujeres (Onna no sono, 1953) o la hija y la madre que se distancian en Una tragedia japonesa (Nihon no higeki, 1953), y la reafirma la protagonista de Un amor inmortal (Eien no hito, 1961). Una idea en la que la cotidianidad de la mujer japonesa se convierte en el eje central de sus historias humanas, mezcla de melodrama y realidad, de tradición y de intento de modernidad. La mujer japonesa en Kinoshita se convierte en el pilar sobre el que todo gira. Ella es la figura que permanece. No se trata de una heroína trágica ni visceral, ni el ideal de Mizoguchi ni la portadora del pesimismo con el que Naruse observa la sociedad de su época. Es la mujer corriente, una que sufre la resignación de saber que la obligan a resignarse, cuando no la empujan hacia la idea del suicidio. Más que heroínas son madres, esposas, hijas, son hermanas de padecimiento de la protagonista de Un amor inmortal, son pasado, presente y un puente hacia el futuro de Japón. Sadako (Hideko Tanaka) hereda el primer tiempo, vive en el segundo y resulta fundamental para la esperanza de un tercero diferente, uno que la libere y libere, aunque ella permanezca en la inmovilidad en la que se encuentra atrapada. Las llegadas y las partidas son constantes a lo largo del film, solo Sadako permanece en la aldea donde se desarrolla la acción, y donde ella es el alma, la dignidad y la generosidad, la mujer y la madre que resiste con entereza, el pilar que sostiene, la amante que no puede vivir su amor, la hija que acata la decisión paterna —de un padre que no podrá desprenderse de la culpabilidad, ni del servilismo en el que, en un segundo plano, permanece durante todo el metraje— y la víctima incapaz de olvidar ni perdonar la afrenta sufrida. ¿Cómo iba hacerlo, si su oportunidad de plenitud le fue robaba antes de nacer y de ser forzada, ya no por un solo hombre, sino simbólicamente por la sociedad patriarcal y, prácticamente, feudal de la cual forma parte, pero en la que su voz apenas cuenta?
Kinoshita divide la historia de Sadako en cinco capítulos, que sitúa entre 1932 y 1961. Son tres décadas que Un amor inmortal recorre sin moverse del espacio donde el realizador ancla a la protagonista, pero que muestra aspectos tanto de la aldea como del exterior —gracias a las llegadas y partidas anteriormente señaladas—. El inicio desarrolla el desfile que celebra el regreso de Heibei (Tetsuya Nakadai) de China, herido de guerra y amargado por la herida que llevará a perpetuidad. Posteriormente, Takashi (Keiji Sada), el joven granjero a quien ama la protagonista, hace lo propio, aunque su regreso como héroe poco le vale. Este estatus es efímero y no puede borrar su origen campesino. No deja de ser un arrendado, no puede, y, por lo tanto, es un siervo, certeza que influye en su decisión y, en parte, provoca que el amor que le une a Sadako no puede triunfar en un instante donde el sistema, representado en Heibei y en el padre de este, se impone y sostiene en la tradición. Heibei desea a la joven y la obliga en un arrebato de violencia sexual. Sadako nada puede hacer ante la agresión. No tiene opciones, ni antes, ni durante, ni después de la violación, salvo el suicidio o convertirse en la esposa de su agresor. Sabe que no podrá recuperarse de la herida moral y física sufridas. Por eso, decidida a poner fin a la humillación y al sufrimiento, corre hacia el río de donde la salva el hermano de Takashi. Su intención, no consumada, confirma que no está dispuesta a someterse, como corrobora su posterior intento de fuga con su amado —aunque finalmente este no se presente en el lugar de encuentro— o con los treinta años de odio y discusiones en un matrimonio que apunta las diferencias de clase y la evolución en los tiempos expuestos. La historia de Kinoshita avanza y se detiene en 1944, 1949, 1960 y 1961. Son cuatro paradas temporales en las que nada parece haber cambiado, y sin embargo los cambios son evidentes, más allá de los físicos en los personajes o de la evolución en los hijos, que, cada uno a su manera, dan la espalda al pasado, aunque existe algo que permanece inmutable: la figura de Sadako, su fuerza, su generosidad, su entrega, su condena, su amor, su intemporalidad...
Qué labor tan importante haces al divulgar obras maestras desconocidas del gran público
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