Obviamente, Pasolini ni se creía un profeta ni un mesías, tampoco se comparaba con Jesús, pero sí encontró en la figura del nazareno a alguien que expresaba su discurso sin miedo y este discurso intentaba dar la alarma sobre la perdida de valores y de sentimiento, sustituidos por el culto a ídolos mercantiles y de poder. La figura de Cristo original encajaba dentro del pensamiento del autor de Acattone (1961), dentro de su humanismo, de su marxismo, de su radicalismo poético y de su <<proyecto de recuperación>> de raíces que evitasen el deterioro antropológico. El proyecto fue asumido por el poeta, ensayista, cineasta e intelectual en su literatura y en su cine, sin poses de divo que busca lucimiento. Nacía de su idealismo existencial y de su imperante necesidad de alertar sobre la compleja realidad social y antropológica que llegó a Italia con el Desarrollo de las décadas de 1960 y 1970, un Desarrollo en el que no vio progreso, vio amenazada la diversidad, la libertad del individuo y la supervivencia de la Cultura, no la burguesa de la clase dominante, sino la formada por las distintas culturas de pueblos y clases. Por descontado, pocos escucharon o no supieron decodificar sus palabras, más bien, a la mayoría no le interesó escucharlas, pues eran molestas.
De educación laica y de ideas utópico-marxistas, habría a quien le sorprendió que el realizador italiano encontrase en Jesús aspectos afines, como también los encontraría en la tragedia de Edipo y en otros singulares que asoman en sus películas. No se trataba de recrear a la figura venerada por la tradición católica, sino de mostrar al maestro que enseña a pensar (o hace pensar) y al revolucionario que denuncia la hipocresía de escribas y fariseos, así como la ceguera de un tiempo que ha perdido humanidad. El Jesús pasoliniano, que asume la imagen de Enrique Irazoqui y la voz de Enrico Maria Salerno (en su versión original), no busca simpatías entre la gente que le sigue o le escucha, busca autenticidad. Tampoco pretende que compadezcan su destino, aunque teme, lo acepta; ni quiere falsas promesas, menos aún pretende que lo adoren o lo colmen con bienes materiales. Quiere que los hombres y las mujeres recuperen la sensibilidad, que se recuperen a sí mismos, abracen su caridad y su calidad humana, y, para ello, propone un final. <<No vengo a traer la paz, sino la guerra>>. Dicho esto, matiza. Explica que ha venido a enfrentar al hijo con el padre y a la hija con la madre, pero no habla de enfrentamientos físicos ni violentos —como demuestra su orden de enfundar la espada cuando va a ser arrestado—, habla desde el simbolismo con el que introduce su mensaje de cambio, de recuperar el ser original. Esta figura nada tiene que ver con las expuestas por Nicholas Ray, Franco Zeffirelli o Mel Gibson; la de Pasolini no es un icono ni cinematográfico ni eclesiástico (asumido siglos después de la época expuesta), es el hombre que camina por espacios reales y espirituales, que camina entre los marginados a quienes habla y entre quienes deposita esperanza, les entrega su confianza. Se siente uno de ellos, sabe que es uno de ellos, y Pasolini también fue uno de ellos, vivió con ellos y conectó con las gentes y el mundo subproletario. De tal manera, el personaje y el autor también conectan, y está conexión cobra cuerpo fílmico en El evangelio según san Mateo (Il vangelo secondo Matteo, 1964), un contacto que nada tiene que ver con el catolicismo. Pasolini encontró en su lectura del evangelio al hombre en quien lo sacro (que no eclesiástico) y lo humano se juntan para advertir el final de un etapa, y el comienzo de otra. Para ello, llama a la solidaridad entre los oprimidos, llama a cualquiera sin importarle el origen de clase o la posición económica, dice <<da a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios>>, y lo hace para dejar clara su postura, aunque sus oyentes no lo comprendan. Para Pasolini, al igual que Jesús en la frase anterior, lo político y lo sagrado son dos conceptos distintos, que no pueden asociarse, aunque la Iglesia y el Estado sí llegasen a un acuerdo siglos después de Cristo. Cuando Pasolini rueda El evangelio cree en la gente, en su progreso, que no confunde con Desarrollo, cree en la utopía marxista y en la posibilidad de recuperar los valores culturales que ve deteriorarse a su alrededor. Jesús entra en el templo y no puede evitar su frustración ante lo que contempla. Su reacción es coherente con sus ideas y se opone al mercantilismo que observa, se enfrenta a la ausencia de humanidad y a la presencia de la comercialidad que se ha apoderado del lugar sagrado.
Los mercaderes ya no existen en la Italia de la segunda mitad del siglo XX, pero la nueva economía de mercado se impone voraz y conlleva la pérdida que, para el responsable de Mamma Roma (1962), significa la homologación pretendida por el nuevo poder que todavía no sabe definir, ya que, al tiempo que nuevo, es inesperado. Esta pérdida la siente el cineasta, y la teme. Teme que se cumpla y que las gentes y los pueblos dejen de serlo. Sufre al pensar en el deterioro de la riqueza cultural y de la diversidad que los determina y hace únicos. Siente miedo y rechazo a la posibilidad de que los rostros y cuerpos que contempla se transformen en objetos del sistema global que borra identidades y culturas, para crear la cultura de masas. La esperanza de ver cumplida su utopía es uno de los fines de la obra de Pasolini, pero la suya no es una finalidad religiosa, aunque lo sagrado esté presente, tampoco es política (de intereses), aunque conlleve política. Su visión es proletaria, "predesarrolista", cultural y humanista. Y su Jesús es todo eso y, al tiempo, la figura que ve allí donde nadie lo hace y quien, rechazando la violencia y el hedonismo, desvela verdades del presente que le condenará por ser diferente, por ser capaz de pensar y no callar, por no acatar el orden impuesto por escribas y fariseos. Su diferencia y su disensión le convierten en una amenaza para los intereses de la clase dominante, pues ni su comportamiento ni sus prédicas son del gusto del poder corrompido que corrompe. El nazareno no busca sustituirlo por otro igual, por eso no podrán silenciarlo con bienes materiales. Esto ya lo demuestra en su encuentro con el diablo. No se deja seducir por las promesas de riqueza, placer y poder con los que le tienta. No los necesita, ni cree en ellos, pretende despertar la razón y el espíritu humanista de sus oyentes, quiere llevar luz a las tinieblas y, como consecuencia, no ha venido a traer la paz, sino <<a enfrentar al hijo con el padre y a la hija con la madre>>. Aunque, cuando enumera los mandamientos, contradice lo anterior con <<honrarás a tu padre y a tu madre>>, no existe contradicción, pues es consciente y coherente con ambas sentencias, en todo caso simbólicas —poner fin a la sociedad paternal que se ha pervertido y respetar a la persona, al origen, a lo que hay de sagrado en cada uno—, y con ellas evidencia su intención de un final sin violencia. A Pasolini le interesa el mesías inconformista con su época, el que habla con palabras, gestos y silencios, el que deposita sus esperanzas y enseñanzas entre quienes camina, el que escoge a sus discípulos entre jóvenes pescadores (subproletarios), y les ofrece la posibilidad de poner fin a la manipulación que ha sustituido referentes humanos por mercantiles.
De educación laica y de ideas utópico-marxistas, habría a quien le sorprendió que el realizador italiano encontrase en Jesús aspectos afines, como también los encontraría en la tragedia de Edipo y en otros singulares que asoman en sus películas. No se trataba de recrear a la figura venerada por la tradición católica, sino de mostrar al maestro que enseña a pensar (o hace pensar) y al revolucionario que denuncia la hipocresía de escribas y fariseos, así como la ceguera de un tiempo que ha perdido humanidad. El Jesús pasoliniano, que asume la imagen de Enrique Irazoqui y la voz de Enrico Maria Salerno (en su versión original), no busca simpatías entre la gente que le sigue o le escucha, busca autenticidad. Tampoco pretende que compadezcan su destino, aunque teme, lo acepta; ni quiere falsas promesas, menos aún pretende que lo adoren o lo colmen con bienes materiales. Quiere que los hombres y las mujeres recuperen la sensibilidad, que se recuperen a sí mismos, abracen su caridad y su calidad humana, y, para ello, propone un final. <<No vengo a traer la paz, sino la guerra>>. Dicho esto, matiza. Explica que ha venido a enfrentar al hijo con el padre y a la hija con la madre, pero no habla de enfrentamientos físicos ni violentos —como demuestra su orden de enfundar la espada cuando va a ser arrestado—, habla desde el simbolismo con el que introduce su mensaje de cambio, de recuperar el ser original. Esta figura nada tiene que ver con las expuestas por Nicholas Ray, Franco Zeffirelli o Mel Gibson; la de Pasolini no es un icono ni cinematográfico ni eclesiástico (asumido siglos después de la época expuesta), es el hombre que camina por espacios reales y espirituales, que camina entre los marginados a quienes habla y entre quienes deposita esperanza, les entrega su confianza. Se siente uno de ellos, sabe que es uno de ellos, y Pasolini también fue uno de ellos, vivió con ellos y conectó con las gentes y el mundo subproletario. De tal manera, el personaje y el autor también conectan, y está conexión cobra cuerpo fílmico en El evangelio según san Mateo (Il vangelo secondo Matteo, 1964), un contacto que nada tiene que ver con el catolicismo. Pasolini encontró en su lectura del evangelio al hombre en quien lo sacro (que no eclesiástico) y lo humano se juntan para advertir el final de un etapa, y el comienzo de otra. Para ello, llama a la solidaridad entre los oprimidos, llama a cualquiera sin importarle el origen de clase o la posición económica, dice <<da a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios>>, y lo hace para dejar clara su postura, aunque sus oyentes no lo comprendan. Para Pasolini, al igual que Jesús en la frase anterior, lo político y lo sagrado son dos conceptos distintos, que no pueden asociarse, aunque la Iglesia y el Estado sí llegasen a un acuerdo siglos después de Cristo. Cuando Pasolini rueda El evangelio cree en la gente, en su progreso, que no confunde con Desarrollo, cree en la utopía marxista y en la posibilidad de recuperar los valores culturales que ve deteriorarse a su alrededor. Jesús entra en el templo y no puede evitar su frustración ante lo que contempla. Su reacción es coherente con sus ideas y se opone al mercantilismo que observa, se enfrenta a la ausencia de humanidad y a la presencia de la comercialidad que se ha apoderado del lugar sagrado.
Los mercaderes ya no existen en la Italia de la segunda mitad del siglo XX, pero la nueva economía de mercado se impone voraz y conlleva la pérdida que, para el responsable de Mamma Roma (1962), significa la homologación pretendida por el nuevo poder que todavía no sabe definir, ya que, al tiempo que nuevo, es inesperado. Esta pérdida la siente el cineasta, y la teme. Teme que se cumpla y que las gentes y los pueblos dejen de serlo. Sufre al pensar en el deterioro de la riqueza cultural y de la diversidad que los determina y hace únicos. Siente miedo y rechazo a la posibilidad de que los rostros y cuerpos que contempla se transformen en objetos del sistema global que borra identidades y culturas, para crear la cultura de masas. La esperanza de ver cumplida su utopía es uno de los fines de la obra de Pasolini, pero la suya no es una finalidad religiosa, aunque lo sagrado esté presente, tampoco es política (de intereses), aunque conlleve política. Su visión es proletaria, "predesarrolista", cultural y humanista. Y su Jesús es todo eso y, al tiempo, la figura que ve allí donde nadie lo hace y quien, rechazando la violencia y el hedonismo, desvela verdades del presente que le condenará por ser diferente, por ser capaz de pensar y no callar, por no acatar el orden impuesto por escribas y fariseos. Su diferencia y su disensión le convierten en una amenaza para los intereses de la clase dominante, pues ni su comportamiento ni sus prédicas son del gusto del poder corrompido que corrompe. El nazareno no busca sustituirlo por otro igual, por eso no podrán silenciarlo con bienes materiales. Esto ya lo demuestra en su encuentro con el diablo. No se deja seducir por las promesas de riqueza, placer y poder con los que le tienta. No los necesita, ni cree en ellos, pretende despertar la razón y el espíritu humanista de sus oyentes, quiere llevar luz a las tinieblas y, como consecuencia, no ha venido a traer la paz, sino <<a enfrentar al hijo con el padre y a la hija con la madre>>. Aunque, cuando enumera los mandamientos, contradice lo anterior con <<honrarás a tu padre y a tu madre>>, no existe contradicción, pues es consciente y coherente con ambas sentencias, en todo caso simbólicas —poner fin a la sociedad paternal que se ha pervertido y respetar a la persona, al origen, a lo que hay de sagrado en cada uno—, y con ellas evidencia su intención de un final sin violencia. A Pasolini le interesa el mesías inconformista con su época, el que habla con palabras, gestos y silencios, el que deposita sus esperanzas y enseñanzas entre quienes camina, el que escoge a sus discípulos entre jóvenes pescadores (subproletarios), y les ofrece la posibilidad de poner fin a la manipulación que ha sustituido referentes humanos por mercantiles.
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