La ubicación inicial de La otra (1946), un cementerio, habla de muerte, pero no de duelo. Muestra un entierro, el del marido de una de las gemelas interpretadas por Dolores del Río, de quienes las asistentas al sepelio cuchichean que una es viuda joven y rica, que así el dolor desaparecerá pronto, y de la otra, así la llaman, dicen que llega tarde porque tiene que trabajar. La viuda no sufre, pero disimula su bienestar con su velo negro, que se quita en privado y deja ver su rostro: el mismo que el de su hermana. En ese instante, confiesa lo que su cuerpo y su cara reflejan, que no siente su pérdida, puesto que para ella nada se ha perdido. Magdalena radia lozanía; se sabe libre, guapa y millonaria, pero también deja ver su engreimiento y la altivez con la que se dirige a la otra, su imagen opuesta, para nada exuberante, más bien retraía, salvo por un instante, cuando se mira al espejo y ve su reflejo en la lujosa habitación de su hermana. Al ver su imagen reflejada, sin sus gafas y con la ropa de Magdalena, María no puede evitar que por su mente cruce la idea de poseer el lujo que tiene su gemela, viuda de un hombre con el que ella habría mantenido una relación que se rompió cuando su hermana entró en acción.
La historia de La otra avanza inicialmente medrodramática, pero no tarda en oscurecerse y transformarse en el imposible de una mujer superada por una sociedad en la que el dinero manda y ahoga su falta. Ahí, en su cotidianidad, su deseo de comodidad, el que a ella se le niega, encuentra explicación y justificación. Solo hay que verla sufrir en silencio, por miedo a perder su trabajo, el acoso de los clientes de la barbería donde trabaja de manicura y donde su jefe le exige que sonría al hombre que la toca sin que ella desee ser tocada; o ver su impotencia cuando le reclaman el alquiler que en ese instante no puede abonar por falta de dinero. Su cotidianidad permite comprender la fijación que va asentándose en su mente, una fijación oscura que agudiza su negrura al son del fondo musical de Raúl Lavista y en la iluminación del gran operador Alex Phillips. De ese modo, La otra se convierte en ese drama oscuro que Roberto Gavaldón lleva con maestría, y con el inestimable doble protagonismo de Dolores del Río, hacia la imposibilidad de una mujer que decide dejar de ser la otra; y para ello, asume la solución del falso suicidio y del crimen perfecto que su muerte le permite llevar a cabo sin que nadie sospeche; pero la perfección de su práctica es inversamente proporcional a su desconocimiento sobre quienes cree conocer, cuando, en realidad, ignora muchos aspectos que le irán confirmando la falibilidad de su crimen perfecto —desconocimiento que se evidencia en varias escenas: la lectura de la herencia, el secreto relacionado con su hermana que descubre en Fernando o el instante que Roberto, todavía enamorado de su idealizada María, asegura a esta, pensando que es Magdalena, que María sería incapaz de matar.
En ningún momento del film, Gavaldón cae en el exceso moralizante: muestra el hecho y posteriormente la situación de temor que se produce tras el crimen que la protagonista hace pasar por suicidio: cuando Dolores del Río transita las sombras de un hogar extraño donde teme su imagen, porque también es la de su hermana y víctima. Pero pasado el primer momento, entre temores, pérdida de identidad (y lo que supone construir la nueva), sorpresas ante su existencia ajena y angustias propias, consecuencia del paso dado, todo parece normalizarse y fluir entre el lujo y las fiestas; hasta que aparece el amante de Magdalena, o sea, el suyo. No resulta complicado adivinar que ese hombre que asoma en la trama trae complicaciones para María. Fernando no deja de ser un chantajista que pretende aprovecharse del personaje de Dolores del Río, espléndida en sus dos hermanas antagónicas, las mismas que también Bette Davis interpretaría en Su propia víctima (Dead Ringer, Paul Henreid, 1964), la versión hollywoodiense de la historia de Rian James y del guion de Gavaldón y José Revueltas—la película se iba a realizar años antes, pero Warner optó no hacerlo porque Davis acababa de estrenar Una vida robada (A Stolen Life, Curtis Bernhardt, 1946), cuyo argumento guarda un parecido razonable con el de La otra.
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