Nueve de las doce películas dirigidas por Richard Attenborough abordan hechos históricos, mayoría que confirma lo evidente: que en su faceta de cineasta se decantó por mirar a la historia y, salvo las excepciones bélicas ¡Qué guerra tan bonita! (Oh! What a Lovely War, 1969), que adaptaba un musical, y la espléndida Un puente lejano (A Bridge Too Far, 1976), en la que recreó un momento puntual de la Segunda Guerra Mundial desde el protagonismo coral, en los siete restantes lo hizo centrándose en individuos concretos. En las formas de sus biografías fue bastante clásico, si se prefiere, conservador, además de ser admirador, más que biógrafo, de personajes de la historia anglosajona; desde Winston Churchill hasta Charles Chaplin, pasando por Gandhi, el sudafricano Steve Bilko, C. S. Lewis o el estadounidense Ernest Hemingway. Un ejemplo de su conservadurismo son los más de ciento ochenta minutos de Gandhi (1982), que, para no variar respecto a otras tantas biopic, se inicia por el final de la vida de su homenajeado, puesto que el film no deja de ser un homenaje al líder indio, aunque antes advierte de la imposibilidad de llevar a la pantalla cada hecho vital de una persona; menos mal, pues de ser posible, la vida de uno podría transcurrir mirando la de otro; aunque bien pensado, quizá esto ya suceda en la realidad. Desde ese instante fatídico, la trama retrocede al momento en el que el héroe nace para la Historia, cuando arriba a Sudáfrica e inicia su lucha pacífica contra la injusticia que impera en las colonias británicas, pero lo hace convencido de ser británico de igual derecho que el británico europeo. Mas adelante, ya en la India, Gandhi observa la realidad de su gente y da el paso hacia su idea de independencia. Durante ese periodo, comprende algo tan evidente como complicado, que en la fuerza de la resistencia civil reside el control del país y no en el ejército británico, 350 millones de indios son una fuerza pacífica contra los que cien mil británicos no pueden luchar ni vencer. Para él, la liberación de los suyos es una cuestión de tiempo y de sacrificio, de soportar injusticias y de resistir. Pero no se trata de una resistencia pasiva; Gandhi era todo lo contrario al sujeto pasivo, aunque su acción rechaza la violencia, que es el recurso (a la larga siempre inútil) del poder desesperado antes de su inevitable desaparición. Lo suyo es la acción en forma de huelgas de hambre o animando a boicotear los productos británicos, así como restar al poder establecido desde símbolos como la marcha de la sal o el poner la otra mejilla, que vendría a ser el no ceder y el no doblegarse, incluso entregando su vida por aquello en lo que cree: una India libre del control británico, una India de los indios, pero el sueño de Gandhi se cumplió a medias.
El conservadurismo del film también lo asume el Gandhi de Ben Kingsley, que copia la imagen externa del líder indio, pero emocionalmente no llena el cuerpo —en las antípodas de este vacío emocional se situaría el Lawrence interpretado por Peter O’Toole en Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, David Lean, 1962). Es como si no viviese en la interioridad de sí mismo, pues obedece a una pose externa en la que no hay cabida para la flaqueza ni la entereza espiritual que caminarían junto al ser real, ni el sufrimiento puede considerarse como tal, pues el personaje carece de pasión humana, ni asoma un atisbo de humanidad que lo haga creíble, más allá de la imagen que puede llamar la atención de quien se deje asombrar por un parecido razonable entre el verdadero Gandhi y la superficialidad en la que existe el personaje del actor, que acaba siendo la estampa del santo que Attenborough venera en esta superproducción que expone una historia que se repite: la injusticia y la lucha por vencerla. La India logró su independencia, pero aún siendo un país rico, también continuó siendo de los más pobres, puesto que las diferencias sociales y económicas sobrevivieron al imperio británico. Como país de contradicciones y de gran diversidad cultural, incluso tras la marcha de los ingleses los problemas continuaron, en ese instante entre hindúes y musulmanes, deparando que la nación se dividiese en dos —Pakistán e India— que aún hoy no se miran con buenos ojos.
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