<<Al lado de la producción danesa y a pocos años de distancia empieza a imponerse el cine sueco. Un cierto debilitamiento de la “Nordisk” permitió la fundación y fortalecimiento de la “Svenska”, primera productora sueca organizada con una programática moderna. Los films de costumbres populares de Carl Engdhal —Gentes de Vaarmland, Una boda en Ufasa— encontraron rápidamente imitadores y aun superadores. Así, en 1912 aparecerán dos nombres que han marcado profundamente la historia toda del cine: Mauritz Stiller y Victor Sjöström. Ambos llegan cargados de ideas, dando al medio de expresión una importancia creativa de primera magnitud. Las máscaras negras y La vampiresa sitúan a Stiller; mientras que Sjöström, cuyo primer film El jardinero (1912) fue prohibido, tendrá que esperar a El pastor, Ingebord Holm y La huelga para que su talento sea reconocido>>
Miquel Porter Moix: Historia de las Artes. Vol. 3. El cine mudo. Los epígonos de la “Belle Epoque”. Editorial Marín, Barcelona, 1972
El cine posterior sería diferente sin las contribuciones de ese par de genios y pioneros cinematográficos suecos que respondían a los nombres de Victor Sjöström y Mauritz Stiller; por ejemplo, Lubitsch tendría otro toque, Dreyer sería otro Dreyer o Bergman no sería el mismo. Pero ahí estuvieron, para influir en otros y entre ellos, para marcar diferencias, aunque lo ignorasen entonces. Como cualquier otro, también ellos tuvieron sus influencias, un origen profesional y las limitaciones de su época. En este caso, me refiero a las técnicas, pues el cine, como medio de expresión reciente, aún estaba desarrollando sus posibilidades. Sin ir más lejos, en este Sjöström, había realizado su primera película el año anterior, la cámara permanece inmóvil. Desarrolla, en sucesión de planos estáticos, el drama de Ingeborg Holm (Hilda Borgström) y de sus tres hijos. De ese modo la pantalla se fija cual ventana que se abre a la vida de la familia, que entra o sale del encuentre al inicio de Ingeborg Holm (1913), cuando todavía la felicidad es posible. El estatismo no es ningún capricho ni tampoco un recurso estilístico, es fruto de la época, pero en ningún momento resulta un lastre, pues lo que se ve en el encuadre transmite sin necesidad de alardear o forzar movimientos innecesarios —como sí lo son algunos insistentes movimientos de cámara que, años después y en la actualidad, solo pretenden indicar o insistir en que existe alguien que la maneja. Sjöström no necesita esto, ni lo precisará cuándo, poco después de Ingeborg Holm, gracias a figuras como el aragonés Segundo Chamón, la cámara se libere de su inmovilidad.
La cámara estática de Sjöström encuadra el dolor y la desesperación, capta la miseria, la frialdad y el desinterés que nos desvela a través de planos que descubren el mundo implacable donde Ingeborg, la protagonista, está condenada a sufrir la separación de sus tres hijos y la condena que esto implica. Su cine, ya desde sus primera películas, transita por la aflicción y la culpa de personajes condenados o que son condenados dentro de una sociedad implacable. Esta característica se encuentra definida en Ingeborg Holm, lo que confirma que, desde sus primeros pasos en la dirección, el realizador sueco tenía cierta predilección por personajes trágicos, hombres y mujeres atrapados entre el espacio que habitan y su interioridad herida. Por otra parte, lo anterior indica que Sjöström fue de los primeros cineastas reconocibles por presentar una temática propia —dolor, culpabilidad, encierro y redención— que se repiten a lo largo de su filmografía, una temática que iría evolucionando en sucesivas etapas y alcanzando cotas magistrales en Terge Vigen (1917), Los proscritos (1917), La carreta fantasma (Körkarlen, 1920), El que recibe el bofetón (He Who Gets Slapped, 1924) o El viento (The Wind, 1927).
Aún cargando con su estatismo todavía es asombroso cómo retrata a un personaje femenino y su via crucis melodramático.Una película fundamental en el devenir inmediato y futuro de la Historia del Cine.
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