Calle de la Estrapada (1952)
Los grandes escritores hacen visible en las líneas de sus escritos una voz propia que los diferencia del resto, una voz que desvela pensamientos, individualidades, fantasías, realidades, inquietudes e interpretaciones, tanto del medio de expresión que hacen suyo como del entorno que les afecta. En definitiva, se trata de una voz que, aparte de hacerlos únicos, los sitúa a años luz de quienes no logran encontrar la propia. Lo mismo puede decirse de los compositores, escultores y pintores en sus respectivas artes, también de los grandes cineastas y de sus miradas cinematográficas, aquellas que equilibran lo que podríamos llamar estilo e intenciones propias con aspectos estéticos y éticos que acaban siendo reconocibles en su obra, formas narrativas y temas que los distingue y, en la mayoría de los casos, los aleja de la medianía que suele acompañar al conformismo masivo y al deseo de complacer a la industria y al consumo de siempre lo mismo. La mirada de Jacques Becker fue de las grandes porque, más allá de las influencias recibidas, era la suya y, como tal, nació del compromiso del cineasta consigo mismo, con su modo de entender el cine y la vida. Incluso en sus películas menos logradas, su mirada se centra en el comportamiento de los personajes; los sigue y los enfrenta a sus vidas cotidianas. Detalla con sencillez su entorno y, en este sentido, se puede decir que se trata de un cine realista y detallista. Pero también descubrimos su interés humano y, en este punto, su cine es emocional y exterioriza interioridades que todavía relucen en todo su esplendor en las relaciones que se establecen en París, bajos fondos (Casque d'Or, 1952) o en el presidio de La evasión (Le trout, 1960). Ambas son obras maestras cuyo brillo ensombrece al resto de su filmografía, provocando que en la actualidad parte de la misma permanezca bajo la sombra de estos dos magistrales largometrajes. Aún así, hay otros títulos que engrandecen más si cabe la aportación de Becker al celuloide, títulos que, como Calle de la Estrapada (Rue de L'Estrapade, 1952), confirman su interés por hombres y mujeres que viven cotidianidades que, en ocasiones puntuales, escapan de lo corriente para abrir ventanas que permiten vislumbrar posibilidades que no llegan a concretarse, al menos no del todo.
Lo importante no es si logran o no huir de la cotidianidad que les atrapa, sino mostrar como un billete premiado puede alterar la monotonía de un matrimonio de clase trabajadora en Se escapó la suerte (Antoine et Antoinete, 1947), un agujero se convierte en un símbolo que permite conservar la humanidad de los presos de La evasión o una infidelidad matrimonial empuja a la protagonista de Calle de la Estrapada a dar el paso que, por un instante, parece liberarla de su rutina y de lo que se espera de una mujer de su condición social. Excelente en la dirección de actores y actrices —Louis Jourdan nunca estuvo mejor—, sutil y elegante en la puesta en escena, Becker acertó en su combinación de comedia y drama, de ilusión y decepción, de apariencia, deseo y dudas, de balcones y ventanas que en Calle de la Estrapada se abren para exponer las circunstancias que afectan a una mujer a medio camino entre la emancipación y el acomodo que le impide desprenderse de las costumbres que lleva consigo en su intento de fuga, un acomodo que ya percibimos en las primeras imágenes, cuando Françoise (Anne Vernon) y Henri (Louis Jourdan) comparten mesa y complicidad en la sala de su lujoso apartamento. En apariencia forman un matrimonio perfecto. Entre ellos no se descubren contrastes que nos llamen la atención. Son jóvenes burgueses, acomodados y joviales. Su imagen no presenta conflicto, salvo que choca con la de la empleada de hogar, a quien descubrimos en la cocina, sentada, comiendo, leyendo el periódico, a la espera de recoger los platos y limpiar la mesa ubicada frente al balcón que se abre a un panorama de postal donde reluce la Torre Eiffel. Cuando la señora Pommier (Pâquerette) entra en la sala y cumple sus labores, el joven matrimonio abandona la casa. Es el momento de iniciar una nueva jornada, posiblemente igual a cualquier otra previa y, de no abrirse una ventana hacia un nuevo espacio, a cualquiera futura. Él conduce su descapotable hasta la lujosa boutique donde ella se ha citado con su amiga Denise (Micheline Dax), versión extrema de la mujer en quien Françoise podría convertirse con el paso de los años y del tedio que implica su aceptación del aburguesamiento en el que vive. Allí se despiden y, como cualquier otro día, él se dirige a su trabajo, aunque antes hace una parada frente a la casa de Denise. Esta lo ve desde su balcón y lo saluda. Contrariado, Henri corresponde el gesto y sale de allí a toda velocidad. A primera vista es un día como cualquier otro, aunque el comportamiento de Henri oculta algo que nosotros sospechamos y Françoise desconoce. Mientras esto sucede, la protagonista se entretiene probando prendas confeccionadas por el ambiguo Jacques Christian (Jean Servais), quien la observa, quizá desnude con su mirada, al tiempo que indica a su empleada que se entere de quién es la chica y que esta se quede con el vestido que luce ante el espejo.
Durante ese breve intervalo temporal, que abarca desde el desayuno hasta que Françoise se queda con el traje, Becker detalla la cotidianidad del matrimonio —él probando vehículos de carreras y ella sin saber muy bien cómo ocupar su ociosidad—, sus costumbres burguesas, una posible infidelidad o el deseo de un tercero; y lo ha hecho como si nada ocurriese, pero sucede. Además, lo expuesto hasta este instante resulta imprescindible para enfrentar la monotonía —la imagen en la que ha vivido la protagonista— y su posterior intento de ruptura en el viejo edificio de la calle de la Estrapada donde alquila el cuarto que arregla y limpia según las costumbres de las que es incapaz de desprenderse, aquellas que han calado en ella hasta el extremo de formar parte de su identidad. La familiaridad que descubre en el viejo edificio, la falta de intimidad en su contacto con jóvenes bohemios, sobre todo con Robert (Daniel Gélin), quien, sin una moneda en el bolsillo, inicia su conquista, contrapone la sinceridad de este con las apariencias y mentiras de Henri. Es un espacio diferente del que proviene, un lugar que le abre una pequeña ventana a un nuevo mundo, donde parece querer encajar, pero donde no puede hacerlo. Allí debe elegir entre el balcón y la ventana, entre Robert y Henri, entre su deseo de liberarse —busca un trabajo, un hogar propio, nuevos horizontes, quizá una aventura amorosa o puede que simplemente pretenda escarmentar la infidelidad de su marido...— y la aceptación de esa parte de sí misma que se descubre en su vestuario, en la decoración de su cuarto, en su amor por su marido y en su imposibilidad por romper con su vida pasada, quizás ni mejor ni peor que aquella futura que se cierra para ella cuando da la espalda a la abertura desde donde Robert la observa alejarse para siempre de él y de esa existencia desconocida, puede que prohibida, para ella.
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