<<Fassbinder fue uno de los pocos cineastas que, utilizando estereotipos, logró que millones de espectadores se quedaran pegados al televisor y les obligó a ver verdadero arte: la serie Berlin Alexanderplatz. Era también la época en la que la televisión realizaba auténticas obras maestras>>.
Emir Kusturica (1)
Hermanos de sangre (Band of Brothers, 2001), Generation Kill (2008), Carlos (Olivier Assayas, 2010) Mildred Pierce (Todd Haynes, 2011), Misterios de Lisboa (Raoul Ruiz, 2011), la primera temporada de True Detective (2014), El infiltrado (The Night Manager; Susanne Blier, 2016), Heridas abiertas (Sharp Objects; Jean-Marc Vallee, 2018) o Chernobil (Chernobyl; Johan Renck, 2019) pueden hacernos creer que el cine y la televisión han acercado e incluso igualado sus formas expresivas, acercamiento que durante el siglo pasado era inusual, por no decir inexistente o impensable salvo en los ejemplos que han pasado a la historia de ambos medios. En realidad, no es una cuestión de si tele o cine pueden o no compartir lenguaje, sino de si los cineastas asumen ambos como su medio de expresión. Se trata del cómo, del qué y del para qué se desarrollan historias y temas en cualquiera de los dos formatos audiovisuales. Además, cabe recordar que el cine, que madura persiguiendo dos aspiraciones fundamentales que en contadas ocasiones son compatibles —ser arte, en un momento en el que el arte ha dejado de serlo para ser otro arte distinto, y ser un espectáculo popular que al tiempo que entretenga genere grandes beneficios económicos—, vive en el momento durante el cual se proyecta la película, que suele recibirse como un todo, mientras las series, que son fruto de la cultura de masas estadounidense, dividen en episodios y prolongan en temporadas lo que pretenden desarrollar, aun a riesgo de perderse transcurridos los capítulos o de no llegar a puerto por falta de audiencia. No me importa reconocer que evito las series, ni que me resulta indiferente perderme esta o aquella. La verdad, no siento necesidad de verlas, ni de hablar sobre aquellas series de moda que se imponen entre el público y en las conversaciones grupales. Elijo el cine por detrás de la literatura y muy por delante de la televisión. A excepción de alguna miniserie, tal que la infantil Verano azul (Antonio Mercero, 1981-1982), o de una primera temporada, como Twin Peaks (David Lynch, 1990-1991), y la excepción de The Wire (2002-2008), la cual tuve la suerte de disfrutar completa y sin cinco años de esperas de por medio, no me avergüenza escribir que las series de televisión no llaman mi atención; por tanto, no siento curiosidad. Las pocas que empecé dejaron de interesarme antes que después, puede que me aburriesen o quizás porque las ideas propuestas no despertasen mi interés ni mantuviesen mi curiosidad. Tampoco descartó que fuesen los prejuicios propios, entre los que se cuenta la sospecha de que si bien los creadores saben donde empiezan, a menudo desconocen por dónde caminan y durante cuánto tiempo podrán hacerlo sin perderse en su intención de posponer lo inevitable: la conclusión. Se dice que muchas series generan la impresión de ignorar cuándo se agota la inspiración y dónde poner punto y final a la idea, aunque supongo que eso también pasa en el cine, en la literatura y en una conversación trivial. Escojo las historias de noventa minutos o de cuatro horas asumiendo que puedo perderme algo interesante e igual, o similar, a quienes se decantan por la opción televisiva, soy consciente que escoger implica tomar esto y dejar aquello. Por otra parte, hay películas que necesitan mayor duración que la oficiosa, e impuesta por las distribuidoras y las productoras. Son films que, salvo en formato cinematográfico de trilogías —tetra, penta,... o enelogías en su mayoría forzadas exclusivamente para obtener mayores beneficios económicos—, no encuentran ni su acomodo temporal ni financiación en el cine y sí en la televisión. Esto lo comprobamos en dos Bergman imprescindibles —Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973) y Fanny & Alexander (Fanny och Alexander, 1982)—, en Twin Peaks de Lynch, en Edgar Reitz y su Heimat. Una crónica de Alemania (Heimat. Eine deutsche chronik, 1984), en Los pazos de Ulloa (Gonzalo Suárez, 1985), en Decálogo (Dekalog; Krzysztof Kieslowski, 1989) o en Berlín Alexanderplatz (1980) realizada por Rainer Werner Fassbinder a partir de la novela homónima de Alfred Döblin, publicada en 1929. Aunque el hecho de desarrollarse por capítulos las convierte en hitos e historia de la televisión, las siete son cine, más si cabe al ser obras de creadores no televisivos, sino de creadores y autores en cualquier medio que permita dar forma a sus ideas. Bergman vio como Secretos de un matrimonio y Fanny & Alexander tuvieron su estreno en las salas, pero era un estreno que reducían sus metrajes para adaptarlas a una duración más cómoda y atractiva para una proyección comercial, pero que provocó pérdidas sustanciales en ambas. Kieslowski filmó dos espléndidos largometrajes —No amarás (Krótki film o milosci, 1988) y No matarás (Krótki film o zabijaniu, 1988)— que extrajo del proyecto que dio pie a su famosa serie, Lynch realizó una precuela cinematográfica de su serie en Twin Peaks: Fuego camina conmigo (Twin Peaks: Fire Walk with Me, 1992) y Edgar Reitz hizo lo propio en Heimat, la otra tierra (Die Andere Heimat - Chronik einer Sehnsucht, 2013). Esto solo vendría a corroborar que, salvo por el tamaño de la pantalla y la tecnología de una sala comercial, lo intrínseco de las imágenes remite a lo que los cineastas pretenden exponer sin pensar en condicionantes de tiempo, ni en futuras secuelas o temporadas. Esto es válido para la adaptación que Fassbinder hizo de la novela de Döblin, que había sido llevada a la pantalla por Phil Jutzi en 1931.
<<He escrito guiones tan detallados que solo hacía falta filmarlos. Fue necesario por ejemplo con ALEXANDERPLATZ, porque de alguna manera tenía que apropiarme de ese libro. No había otra opción. O sea, se podría haber hecho distinto, pero esto fue lo más conveniente, porque a la vez que escribía el guion iba apropiándome del material, según mis conceptos>> (2)Aunque condicionado por el formato televisivo, Fassbinder asumió su adaptación de la novela de Döblin como película, no como serie; así lo apunta: <<una película en trece capítulos y un epílogo>>. Esto lo tuvo claro y narró cinematográficamente. Lo hizo desde el exceso que domina sus trabajos fílmicos. La desmesura en la obra del cineasta alemán no deja indiferente: o gusta o se aborrece, y su Berlín Apexanderplatz no iba a ser distinta, tampoco su protagonista, Franz Bikerkopf (Günter Lamprecht), que sale de la cárcel para adentrase en otra prisión, más opresiva que el correccional. El espacio urbano por donde transita el ex-convicto resulta sórdido y enfermizo, de ahí que su promesa de enmendarse y su redención fracasen. Franz no logra su propósito debido al espacio humano que le rodea, pero también debido a su naturaleza infantil, voluble, en ocasiones violenta e irreflexiva. Lo cierto es que vive enjaulado, como el pájaro que tiene en su habitación, y nunca podrá dejar de estarlo. Para hacer hincapié en ello, Fassbinder genera la atmósfera malsana, opresiva y pesimista que envuelve cada uno de los episodios que componen su personal adaptación de la novela de Döblin, una adaptación que puede incomodar porque así lo desea el cineasta, pues su narrativa cinematográfica no pretende agradar, sino expresas y exteriorizar sensaciones, de ahí que parezca no avanzar en su empeño de enfatizar la decadencia moral que domina allí donde centre su cámara. El realizador de Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, 1973) se recrea en la atmósfera plomiza —que nos cae encima y nos hace partícipe de las sensaciones de Franz— para insistir en la falta de libertad, en la ausencia de opciones y de un respiro para Franz, quien apenas puede saborear la supuesta libertad que recupera tras cuatro años de presido, condenado por la muerte a golpes de su pareja. Su crimen se visualiza en tiempo pretérito, forma parte de sus recuerdos y de los recuerdos del autor (sea Döblin o Fassbinder), un crimen violento que lo llevó a la cárcel de donde sale para dar comienzo a su historia, a las historia de los bajos fondos del Berlín agonizante de la República de Weimar, a un punto sin retorno que elimina la esperanza de un inicio luminoso, ya que este es imposible para su heterogéneo trío protagonista —Franz, Reinhold (Gottfried John) y Mieze (Barbara Sukowa)—, para su época, para sus contemporáneas y contemporáneos, víctimas y verdugos que habitan en la decadencia, en la marginalidad, en la explotación humana y en las sombras de espacios claustrofóbicos y opresivos.
1.Kusturica, Emir: ¿Dónde estoy en esta historia? Memorias (traducción Noemí Sobregués). Ediciones Península, Barcelona, 2012
2.Fassbinder, Rainer Werner: Fassbinder por Fassbinder. Las entrevistas completas (traducción Ariel Magnus). Hueders, Santiago de Chile, 2018
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