La última gran batalla que iba a librar la Unión Soviética no sería contra un enemigo visible, ni le enfrentaría al capitalismo, ni a humano alguno. Iba a librarla contra un enemigo invisible, letal y desconocido a tales niveles radioactivos que todavía no puede precisarse su número de víctimas ni de consecuencias. Este enemigo desató su furia nuclear inmediata sobre la localidad de Príepat, en Ucrania, cerca de la frontera bielorrusa, en abril de 1986, en la central de Chernóbil donde una serie de explosiones en uno de los reactores generó tal cantidad de radiación que superaba doscientas veces la suma de la desatada por las bombas estadounidenses arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki el 6 y 9 de agosto de 1945. La noche entre el 25 y el 26 de aquel abril, alrededor de la una y media de la madrugada (1 h 23’ 58”, para quienes exijan precisión), durante una prueba de seguridad, se produjo el accidente, fruto de negligencias en la seguridad y de otros fallos humanos, en uno de los cuatro reactores de la central. Fueron segundos, pero suficientes para provocar la peor catástrofe nuclear hasta ahora conocida; la única, junto a la de Fukushima I (marzo de 2011), declarada de nivel 7.
Aquel instante y los hechos que siguieron —la actuación de las autoridades, los padecimientos humanos, las investigaciones, las responsabilidades, el sacrificio colectivo, el éxodo, la limpieza, el silencio, las voces de Chernóbil—, han dado pie a películas documentales tal El desastre de Chernóbil (The Battle of Chernobyl, Thomas Johnson, 2006) y series de televisión como la estadounidense Chernobyl (Johan Renck, 2019) y la ucraniana Después de Chernóbil (Chyornyy tsvetok, Roman Barabash, 2016), a estudios y ensayos, quizá el más famoso sea Voces de Chernóbil (1997), de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, a congresos, a conversaciones de barra de bar y a discusiones de redes sociales sin apenas más conocimientos sobre el tema que las ganas de hablar y dejarse oír o leer. En todo caso, cada cosa tiene su lugar y todos distinguimos entre un estudio y una conversación. También somos lo suficientemente avispados para saber que la realidad del momento y de los sucesos no pueden ser tal cual sucedieron en documentales o dramas cinematográficos o televisivos. El cine y la televisión representan, la realidad se vive, se siente, se disfruta, se sufre o se padece “in situ”; y esta diferencia es insalvable. Apunto esto porque, cuando HBO estrenó Chernobyl, se habló sobre si lo expuesto en la miniserie escrita por Craig Mezin y dirigida por Johan Renck alteraba la realidad de los hechos o que si era una versión adulterada, sesgada y con incorrecciones científicas e históricas. Pero esas voces exigentes de precisión quizá olvidasen que lo que estaban viendo era una serie de ficción, y que lo veían en la pantalla, les gustase o no, era y es una dramatización de la tragedia, que busca mostrar y a la vez entretener, y no la tragedia vivida por las víctimas, la población civil y los voluntarios enviados a paliar la crisis medioambiental.
De cualquier forma, Chernobyl, miniserie protagonizada por Jared Harris, Stellan Skarsgård y Emily Watson, alcanzó gran popularidad en su estreno; de modo que los comentarios eran inevitables, fueron la previsible reacción popular: despotricar o alabar, probablemente, sin reflexionar sobre los hechos acaecidos aquellos días de 1986. La calidad de la miniserie de Renck y Mezin está fuera de dudas. Sus cinco partes forman un todo cinematográfico que, por ejemplo, no adormece como sucede con la serie ucraniana de 2016, más televisiva, estereotipada y excesiva y exageradamente melodramática. En esta última apenas se presta atención a las causas y a las consecuencias, solo toma como excusa aquel instante de 1986 que todavía nos alcanza, aunque no seamos conscientes de sus consecuencias o no sepamos determinarlas con exactitud, como parece concluir el documental de Thomas Johnson. No existe la menor duda, la recreación de Renck supera a la de Barabash, cuya trama, centrada en Lera, carece de interés. Chernobyl sí interesa, se gana a su público sin tomarle el pelo. Bebe de lo expuesto por Johnson en su documental y también por Alexéivich en su libro, quizá las dos inspiraciones inmediatas de la miniserie, para reconstruir el momento invita al entretenimiento y también a la reflexión, incluso a profundizar en las causas y las consecuencias de la catástrofe.
Por mucho que se base en aspectos reales, la propia historia universal está construida sobre terrenos sólidos y otros pantanosos, de ficciones, omisiones, alteraciones, desinformación, mentiras y verdades a medias. No obstante, la damos por válida, sin apenas dudar si los hechos sucedidos hace tres mil años sucedieron tal como los cuenta un libro de texto, un documento incompleto de la época o alguien que se gane la vida explicando historia en un centro de enseñanza homologada. Lo cierto es que el desastre de Chernóbil sucedió, pero sí alguien quiere exactitud qué investigue en documentos, lea libros sobre el tema, revise los testimonios de los afectados y olvidados, y acuda allí donde pueda encontrar respuestas, pero no a una serie de televisión que, al fin y al cabo, se sabe está condicionada por su tiempo de emisión, por el público al que va dirigida, por el entretenimiento. Incluso en una serie basada en hechos reales, estos nunca podrán ser más que su dramatización, a partir de la cual ofrecer las situaciones que apunten a la realidad ya sucedida. Lo que se busca en Chernobyl es recrear la catástrofe y el momento trágico que siguió, apuntando situaciones y circunstancias que sí sucedieron y otras que se introducen en la historia para alcanzar el equilibrio dramático, de ahí la necesidad de rostros que se hagan familiares al público, para facilitarle referentes con los que simpatizar y establecer un nexo emocional que lo mantenga frente a la pantalla.
La serie plantea preguntas, también pretende dar algunas respuestas de la explosión que asoló la zona contaminada tras el accidente radioactivo que marcó uno de los momentos más trágicos de la década del último cuarto del siglo XX. La crisis pudo haber sido mayor o menor de lo que acabó siendo, pero es evidente que actuar con mayor presteza reduciría el impacto y el número de víctimas. Sin un plan que incluyese un accidente de tal envergadura y sin reconocer el fallo lo antes posible, su peligrosidad y su alcance fueron factores negativos determinantes, como también lo fueron la falta de rigurosidad en los controles, la incompetencia humana y la baja calidad del material; de tantas cosas, pero lo peor fue no asumir responsabilidades y no dar primera prioridad a la población (al día siguiente todavía no se había advertido del alcance de la catástrofe). Esto lo deja claro la serie. Apunta que se perdió un tiempo precioso y cuando se reconoció la magnitud del accidente, el problema afectaba a miles de vidas que nada sabían, que confían e ignoran. Solo unos pocos piensan que algo no marcha, que alguien miente y que haya que intervenir de inmediato, incluso entregando sus vidas de forma consciente. El núcleo descubierto, una radiación jamás testificada sobre la tierra y que se extiende por el aire donde no hay fronteras que den el alto o donde pidan pasaporte. No, la catástrofe atañe a todos, pero no todos actúan con la prontitud requerida, quizá porque nadie estaba preparado ni creía en la posibilidad de un accidente de tamaña envergadura.
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