Lilith (1964)
Dirigida, escrita y producida por Robert Rossen, Lilith (1964) rompía con las formas comunes en el Hollywood anterior a su realización. Pero su apariencia solo es la fachada tras la que descubrimos la doble reflexión del cineasta: la social —Estados Unidos y el resto del mundo vivía una época como mínimo convulsa— y la que refleja a Vincent (Warren Beatty) y Lilith (Jean Seberg) —quizás también refleje al propio Rossen—, su desequilibrio y su equilibrio, la intimidad que comparten y que solo a ellos pertenecen. Son los dos rostros del último film de Rossen, el más complejo, íntimo, pesimista y doloroso de su filmografía, un retrato que escapa de la realidad física para transitar por la vulnerable y contradictoria interioridad de la pareja protagonista. Pero ¿de qué trata Lilith? ¿Del amor? ¿De su destrucción? Puede. ¿De la búsqueda del ideal y de la dignidad perdida en algún instante existencial que permanece oculto en el subconsciente? Tal vez. ¿De la crispación, del miedo y de la desorientación social de la época de rodaje? Posiblemente. ¿De la culpabilidad y la aflicción que el sentimiento de culpa genera? Seguro. Una de las grandes diferencias entre quienes se consideran cuerdos y quienes son conscientes de haber perdido la razón estriba en que los primeros niegan su locura, como descubrimos en Vincent, quien padece un desequilibrio que no reconoce y que Rossen apunta cuando el personaje interpretado por Beatty camina por el jardín del centro de reposo. Mediante un encuadre subjetivo de la cámara, Lilith lo observa desde su ventana. Hacemos nuestra su mirada y, debido a esto, no es a ella a quien vemos encerrada, sino a él, que avanza por un espacio abierto, aunque para nosotros se trata de un espacio que, visto tras las rejas del ventanal, se convierte en una jaula. Vincent está atrapado, aunque no lo comprende ni lo asume, solo piensa en ayudar a otros cuando en realidad es él quien necesita ayuda. Quizá sea una manera de no mirar hacia sí mismo, hacia su pasado bélico y a su relación materno-filial, algo que hará avanzado su contacto con Lilith, la imagen ideal que no puede atrapar, ni poseer.
Ella es el reflejo del que Vincent se enamora, la imagen que desea ver y hacer suya. Puede que le recuerda a la de su madre, cuyo retrato remite a los fantasmas internos de los que nunca habla, ni reconoce. La culpabilidad y el dolor forma parte del personaje, de igual manera que formaba parte del cineasta, pues es probable que en Rossen existiesen las sensaciones expuestas en su film. El haber claudicado ante el HUAC (Comité de Actividades Antiestadounidenses) durante la caza de brujas, su exilio europeo, su desencanto ante la realidad social y los hechos que acabarían por pasarle factura, algo posible si tenemos en cuenta su discurso pesimista y su estudio cinematográfico sobre la cobardía, la (auto)destrucción y la angustia en sus tres últimos largometrajes. Quizá fuese su manera de expresarse, de comprender e intentar comprenderse y de que otros comprendiesen que el mundo no se define con tonos blancos y negros, ni que está habitado por héroes y villanos, sino que predominan los grises, que brevemente desaparecen entre los destellos luminosos de seres como Lilith.
El espacio de Lilith escapa del mundo físico, también de apariencias que pasan por reales, pero que solo son proyecciones de la realidad, y se sumerge en el mundo interior donde predomina el desequilibrio, la lucha de opuestos, las complejidades y el sufrimiento que a menudo se transforma en la angustia existencial que acabará por hacer mella en los amantes. Similar a la de El buscavidas (The Hustler, 1961), la pareja de Lilith se encuentra condenada a vivir en constante contradicción, atrapada entre la negación de Vincent y la luminosidad intermitente de la paciente con quien entabla una relación que traspasa el ámbito profesional. Comparten deseo y frustración en un espacio donde lo real y lo fantasioso se confunden para dar pie a su unión, pero también a su inevitable destrucción. Para ellos no existe la redención que concede a Eddie Felson una segunda oportunidad, para ellos solo existe su mundo interior, que se desmorona y al que nosotros tenemos el acceso restringido. Solo podemos intuir su dolor, sus deseos o sus negaciones. <<No sé por qué, destruyo todo lo que amo>>, dice la protagonista a Vincent, cuando es este quien en realidad acabará por ser el agente destructor de la ilusión. Desde el primer contacto, surge entre ellos un vínculo que empuja al empleado a intentar algo digno respecto a Lilith, algo que a él le devuelva el equilibrio perdido en sus experiencias bélicas —quizá no pueda olvidar las muertes de las que fue testigo y en las que participó como sujeto activo— o en sus decepciones pasadas —sea su relación no consumada con su antigua novia o la que desconocemos mantuvo con su madre. Por su parte, Lilith es consciente de su locura, también de que la dignidad no la salvará, pues no cree en la salvación, en la cura de la aflicción y de la culpa. Y, desde la suma de ambos, Rossen habla del dolor y del amor, de la culpabilidad, de la inestabilidad, de la huida hacia espacios idílicos, de emociones, de seres desgarrados en su existencia, que <<han sido destruidos por sus propias experiencias>>, tal como asegura el doctor (James Patterson).
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