Si hubo un realizador compulsivo, inclasificable y polifacético dentro de la cinematografía española de la segunda mitad del siglo pasado y del primer decenio del presente, ese fue Jesús Franco, cuya extensa filmografía, alrededor de doscientos títulos, resulta tan dispar como exagerada. En ella abundan producciones que se inscriben dentro del fantaterror y subproductos eróticos que, en muchos casos, firmó bajo seudónimo. Pero la obra de este director, admirado por unos y denostado por muchos, actor, cámara, compositor, guionista, montador y productor, no presenta un estilo definido ni un nexo que dé uniformidad al conjunto de sus películas, más allá de los irrisorios presupuestos que manejó y que le posibilitaron una libertad de acción al alcance de pocos cineastas. No obstante, su cinefilia, su intención de realizar un cine de género, su pasión por la música o su predilección por los personajes femeninos se dejan ver a lo largo de su extensa producción, sobre todo en sus primeras aportaciones al terror y al cine negro, géneros poco frecuentes durante la dictadura (y después de ella), más proclive a la comedia amable o al melodrama histórico. A pesar de ello, durante los años cincuenta y parte de los sesenta se produjo un brote de policíaco hispano. Entre otras, Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950), Brigada criminal (Ignacio F.Iquino, 1950), Un vaso de Whisky (Julio Coll, 1958), A sangre fría (Juan Bosch, 1959), Los atracadores (Francisco Rovira Beleta, 1962), A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963), El salario del crimen (Julio Buch, 1964), confirmaban la presencia de un cine criminal atractivo que, a pesar de la censura, ofrecía una mirada realista del país, al menos más cercana a la realidad que las típicas comedias folclóricas o los panfletos realizados por los realizadores próximos al régimen. Dentro de este intento de crear un género negro propio y de calidad también destacan La muerte silba un blues (1962) y Rififí en la ciudad (1963), dos producciones condicionadas por la admiración que el cine de Orson Welles despertaba en Jess Franco, que por casualidades del destino pudo trabajar con su idolatrado Welles en Campanas a medianoche (Falstaff; 1965) y en una versión de La isla del tesoro, que no cuajó. Aparte de la influencia wellesiana, La muerte silba un blues mezcla la intriga con el jazz, un estilo musical que parece cobrar cuerpo cuando suena el "blues del tejado" que el realizador compuso y convirtió en el hilo conductor de una historia de venganza que tiene su origen en el pasado, cuando dos camioneros son sorprendidos por una patrulla después de que esta haya recibido el soplo de que en el camión se transportan armas y municiones. Quince años después, Julius Smith (Manuel Alexandre), uno de aquellos contrabandistas, ha salido de la cárcel y trabaja como trompetista en un night club donde se encuentra con Lina (Perla Cristal), la mujer fatal de la función y mujer de su compañero, a quien se dio por muerto durante la refriega con los agentes. Desde ese instante, la trama, que no sorprende por su originalidad, se desarrolla en un presente incapaz de romper con el pasado que reaparece al tiempo que lo hace Joao (Conrado San Martín), un personaje enigmático e incluso inocente, en contraposición de la ambigüedad moral predominante, que surge del ayer para ajustar cuentas, aunque su intención implica una nueva perspectiva sobre el engaño del que fue víctima.
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