lunes, 26 de marzo de 2012

Prisionero del odio (1936)


El 9 abril de 1865 el general Lee rinde sus tropas, la Guerra Civil está a punto de llegar a su fin; por las calles de Washington se vive un ambiente festivo y sus habitantes se dirigen a celebrarlo con el presidente del país. Abraham Lincoln (Frank McGlynn) se muestra satisfecho, pero también sabe que empieza un periodo de reconstrucción y reconciliación para una nación hasta la fecha dividida; por ese motivo muestra su sensatez y realiza un gesto simbólico. El hecho de que pida que se entone Dixie, la canción más representativa de los estados confederados, expone las intenciones de un hombre justo y honesto, que únicamente busca la paz y la prosperidad para la nación, sin embargo, no tendrá tiempo para ver cumplido su sueño, puesto que John Wilkes Both (Francis McDonald) acaba con su vida durante una representación teatral. El asesinato del presidente Lincoln clama venganza, el pueblo se echa de nuevo a las calles, pero en esta ocasión sediento de la sangre que aplaque su necesidad de que alguien pague por tan terrible crimen, pero sin detenerse a pensar que la violencia que les domina pueda derivar en una injusticia. John Ford inició la acción mostrando ese trágico suceso para introducir la historia de Samuel Alexander Mudd (Warner Baxter), un médico rural que no tarda en comprobar como su apacible existencia sufre un cambio tan radical como inesperado. El hecho de que un médico atienda a un paciente no suele ser considerado delito, pero el hecho de que ese paciente sea John Wilkes Both basta para arrestarlo, alejarle de su familia y llevarle ante la corte marcial que le declara culpable de complicidad en el asesinato de Abraham Lincoln. ¿Qué clama el pueblo? ¿Qué busca el tribunal? ¿Venganza? ¿Justicia? El crimen que se juzga ha tambaleado los cimientos del país, así pues, no importan las palabras de un acusado que asegura desconocer la identidad y el crimen cometido por el hombre a quien ofreció sus servicios. La condena de Samuel A.Mudd podría haber sido otra, la misma que se ejecuta en el patio donde Peggy (Gloria Stuart), su esposa, observa temerosa de que su marido se encuentre entre los condenados a morir en el patíbulo. Por suerte, Mudd sólo es sentenciado a cadena perpetua en la prisión de Dry Tortugas (Florida), una especie de Isla del Diablo en la que la muerte llega lentamente. Desde que Samuel Mudd pone los pies en el presidio siente el rechazo y los malos tratos a los que le somete el sargento Rankin (John Carradine), quien no puede soportar la idea de tener delante a uno de los responsables del asesinato de Lincoln. Mudd no tarda en comprender que nadie le ayudará, salvo él mismo o su esposa, quien intenta todo cuanto está en sus manos, llegando al extremo de planificar una fuga que fracasa. Samuel A. Mudd es ante todo un médico, lo era antes de ser condenado y lo es en el presidio, donde no tarda en brotar una epidemia de fiebre amarilla que diezma tanto a presos como a soldados. Aceptar la petición del comandante (Harry Carey), de asumir las labores médicas, sin medios, sin ayuda y sin pedir nada a cambio, permite descubrir, a quienes le observan, la verdadera naturaleza de un hombre que lucha sin perder la fe en lo que hace, que en su caso sería atender a esos enfermos que le necesitan y por los que está dispuesto a perder su vida. Con todo, es evidente que Prisionero del odio (The prisioner of Shark Island, 1936) no se encuentra entre las mejores películas de John Ford, aun así resulta ejemplar, bien desarrollada y con sobrados momentos que demuestran la capacidad narrativa de un director que, aunque le atribuyesen la especialidad de hacer western, era capa de realizar cualquier tipo de film, ya fuese una del oeste, una comedia, un film bélico o un drama contundente como este donde expuso la injusticia sufrida por un hombre condenado por atender a un paciente de quien nada sabía. Ese fue su crimen, y su castigo el odio de sus jueces y de sus verdugos.

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