Basada en la novela de Jessamyn West, publicada por primera vez en 1945, y con guion de Michael Wilson —en el que también colaboraron, sin acreditar, Robert Wyler y la propia West—, William Wyler realiza en La gran prueba (Friendly Persuasion, 1956) un drama, con no pocos momentos cómicos, que se decanta desde el primer instante contra la intolerancia que disimula gracias al humor que prevalece en la práctica totalidad del metraje, salvo en la parte que la guerra alcanza a la pacífica comunidad donde se desarrolla la historia. Siguiendo el original literario, Wyler ambienta su film en 1862 y concede el protagonismo a los Birdwell, una familia cuáquera cuya religiosidad no se basa en un credo oficial, sino en censuras y en conductas represivas, como las practicadas por el resto de la comunidad cuáquera del lugar. En público y en privado, se censura el humor, la vanidad, la competición, la violencia, cualquier tipo de excitación está mal vista. Son pacifistas, antiesclavistas, “amigos” de todos y, en apariencia externa, no simpatizan con las frivolidades ni los placeres mundanos. La música no tiene cabida en sus reuniones ni en sus casas, las peleas son censuradas, el detenerse ante el espejo, y recrearse en el reflejo, tampoco está bien visto. La armonía del hogar consiste en no ambicionar, en controlar las pasiones mundanas, en refrenar impulsos y someter la humanidad. Esto cuesta lo suyo, como se comprueba de camino al pueblo, en la carrera de calesas entre Jess (Gary Cooper) y Sam (Robert Middleton), cuando los Birdwell y los Jordan acuden a las reuniones dominicales de sus respectivas congregaciones religiosas sin saber que su idílica y laboriosa cotidianidad no tardará en verse afectada por la guerra. A lo sumo, Jess tiene pequeños deslices: el tiro al blanco en la feria, su gusto por la música o su pasión por la competición, que no tarda en ser reprimida por la mirada o las palabras de Eliza (Dorothy McGuire), guardiana del orden en el hogar y portavoz en la casa de las reuniones, pero a quien siempre persuade de modo amistoso. No hay discusiones en el hogar, excepto la de los menores, y, a pesar de sus restricciones, resulta una familia simpática.
Observamos a los Birdwell en sus labores diarias, en situaciones extraordinarias y en los días de liturgia, cuando acuden a la casa de reuniones para celebrar en comunidad su silencio y su pedir perdón por haber caído en la tentación de pelear, de presumir o de soñar. De ese modo, las pasiones y la excitación se destierran de los hogares, pero, por encima de todo, son una comunidad pacífica en un momento belicoso en el que la guerra avanza hacia ella. Entonces, el paraje, la comunidad, la familia y el individuo se verán amenazados por la lucha entre la Unión y la Confederación y La gran prueba cambiará su tono y pondrá en duda el pacifismo de sus protagonistas. ¿Permanecer impasible ante la guerra que amenaza su hogar o luchar?, se preguntará Josh (Anthony Perkins) avanzado el metraje, cuando cobra mayor protagonismo. La gran prueba supera las dos horas y media de duración en las que Wyler parece hacer dos películas en una: la familiar, aquella que se desarrolla sin más conflicto que el de superar las tentaciones (y que acaba siendo reiterativa, reiteración que afecta al ritmo), y la conflictiva, aquella que plantea la disyuntiva de luchar o mantener el pacifismo en el que cree la familia, y quizá resuelta de manera inocente, forzada y acorde con el tono “simpático” del resto del metraje. En el caso de la madre no se produce el conflicto de forma consciente, pues ella está plenamente convencida de sus convicciones, o quizá reza para mantenerlas, y de cual será su modo de actuar cuando la contienda se acerque y afecte a su hogar. La historia de la familia Birdwell, núcleo simpático y amistoso formado por el matrimonio, Jess y Eliza, dos hijos, Josh y el pequeño Jess (Richard Dyer), una hija, Mattie (Phyllis Love), y la gansa preferida de la madre —la cual nos es presentada por la voz del pequeño Jess al inicio—, comprobarán que ser pacifista en tiempo de paz resulta muy diferente a pretender serlo en la guerra, cuando esta se te echa encima y amenaza aquello que más quieres. La presentación del ave arriba aludida parece caprichosa, como si Wyler pretendiese dar un rostro cómico y cercano al relato, sin embargo, la gansa tendrá suma importancia cuando el pacifismo, defendido a ultranza por la madre, sea sometido a la prueba de la guerra, pues Eliza, inconsciente de sus actos frente a la agresión, se da una respuesta hasta ese instante impensable para ella... ¿Qué arrebato no sufriría entonces en defensa de sus hijos?
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