Finalizada la Segunda Guerra Mundial, el cine francés miraba con nostalgia su etapa muda y el realismo poético de la década de 1930 al tiempo que intentaba reconstruir y recuperar el esplendor de una cinematografía rota por el conflicto bélico y por la ocupación alemana, y amenazada en aquel presente de posguerra por la supremacía de las producciones hollywoodienses. Algunos de los directores que, durante los años treinta, habían posicionado el cine francés entre los más punteros, caso de Jean Renoir, Julien Duvivier, René Clair o el centroeuropeo Max Ophüls, se encontraban en el exilio cuando se inició la reconstrucción cinematográfica de la mano de Claude Autant-Lara, Henri-Georges Clouzot, Jacques Becker, Jacques Tati, René Clément o Robert Bresson entre otros realizadores. Pero, al contrario que sucedía en Italia o Japón, donde se realizaba un cine más realista y comprometido socialmente, en Francia predominaban las adaptaciones de obras literarias, aunque no todos los cineastas las planteaban desde el clasicismo narrativo que en los años venideros sería sustituido por la ruptura que, presente en Becker y sobre todo en Bresson, llevaron a cabo Jean-Pierre Melville, Alain Resnais, Agnes Vajda y demás predecesores de la Nouvelle Vague. Bresson no fue ajeno a ese cine literario, pero en él observamos un distanciamiento y un estilo, propio y novedoso, que remite a su personalidad y a su intención cinematográfica. <<Cabeza y corazón, riñones, hígado, manos y pies de su película, él quería ser todo y todos a la vez, interpretar todos los personajes, escribir el texto, encuadrar, fotografiar, hacer los trajes, fabricar los accesorios. Sospecho que incluso ser la cámara>>*. Las palabras de María Casares no hacen más que confirmar la personalidad cinematográfica de Robert Bresson, la cual mantuvo insobornable durante toda su obra fílmica. No cabe duda de que su intención de desprenderse de lo superfluo para centrarse en lo esencial ya se observa en títulos tempranos como Las damas del bosque de Bolonia (Les dames du bois de Bologne, 1945), su segundo largometraje, iniciado durante la ocupación y concluido en un París liberado, pero su interpretación del cinematógrafo se fue agudizando y perfeccionando con el paso del tiempo, hasta convertirlo en uno de los cineastas más personales y precisos que ha dado el cine. Su estilo puede o no conectar con el espectador, pero es innegable que su intención de transmitir sensaciones y emociones veraces despoja a sus películas de artificios y obliga a abandonar la comodidad del todo hecho. En la obra de Bresson no hay espacio para el clasicismo ni para explicar con palabras y exageraciones cuanto sienten los personajes, tampoco para la (sobre)actuación y lucimiento personal de actores y actrices y sí para individuos que rezuman veracidad en sus comportamientos, en sus silencios y en su contención expresiva, aunque en este melodrama no encuentro los modelos de los que posteriormente hablaría en su Notas sobre el cinematógrafo, ya que, a riesgo de equivocarme, los protagonistas son actores, y como tales actúan, mas no por ello los sentimientos que expresan u omiten resultan menos creíbles que aquellos que descubrimos en posteriores modelos humanos de la obra bressoniana. Inspirada en una de las historias que se narran en Jacques el fatalista, el realizador de Al azar Baltasar (Au hasard, Balthazar, 1966) sintetizó lo expuesto por Diderot en las páginas centrales de la novela prescindiendo del presente literario -durante el cual la mesonera narra los hechos, expuestos en la película, a Jacques y a su amo- y trasladando la historia del siglo XVIII al XX. No por la supresión de los tres personajes que hablan de la señora de la Pommeraye mientras vacían varias botellas de vino o por la transposición temporal Las damas del bosque de Bolonia deja de ser fiel a la esencia del texto, tampoco hay infidelidad en los diálogos firmados por Jean Cocteau, ni en la síntesis ni omisiones que atrapan y desnudan los sentimientos de los personajes a través de la, en apariencia, austera mirada de la cámara, la mirada del cineasta. La honestidad cinematográfica de Bresson es uno de los grandes aciertos de la película, otro, indudable, es la magnética presencia de Casares dando vida a Hélène, la mujer que por despecho amoroso, ha sido traicionada por el hombre a quien se ha entregado en cuerpo y alma, pretende vengarse del amante (Paul Bernard) que la abandona porque se ha aburrido de ella. Para llevar a cabo su venganza, Hélène manipula y utiliza a dos mujeres, madre e hija, que desean abandonar la vida licenciosa a la que han estado condenadas desde tres años atrás. En el presente de Las damas del bosque de bolonia comprendemos las emociones que impulsan a los cuatro personajes sin necesidad de que sean expresadas más allá del me "vengaré" de la vindicativa protagonista, de nuevo deseo que despierta en Jean o de la decisión de Agnés (Elina Labourdette) y su madre (Lucienne Bogaert) de alejarse del ambiente donde la primera baila y recibe amantes. Su pasión por el baile ha dado paso a la prostitución y a la desesperación, por ello desea huir y dejar atrás la podredumbre en donde solo ha sido el objeto que permite su supervivencia y la materna. Sin embargo, cuando aceptan la generosa y en apariencia inocente propuesta de Hélène, madre e hija desconocen que son las marionetas que su atormentada y vengativa protectora emplea para castigar a Jean, a quien empuja hacia esa joven de quien se enamora, ajeno al pasado que su antigua amante pretende como arma para hacerle sentir un tormento como el que ella sufre tras la ruptura.
*María Casares. El comediante frente a la cámara. Revista Nuestro Cine, nº 42, Madrid, 1965
No hay comentarios:
Publicar un comentario