Las incursiones de Narciso Ibáñez Serrador en la dirección de largometrajes cinematográficos se reducen a dos películas: La residencia (1969) y ¿Quién puede matar a un niño? (1975). Más holgada resulta su experiencia televisiva, que abarca desde sus primeros pasos profesionales en Argentina, primero como actor y guionista (a menudo bajo el seudónimo Luis Peñafiel), luego como realizador de varios episodios de la serie Mañana puede ser verdad, hasta sus últimos años como profesional del medio. Su llegada a España se produjo en 1963, el mismo año que empezó a dirigir para la televisión pública española algunos programas de Estudio 3, aunque fue Historias para no dormir, que de forma periódica se mantuvo en antena desde 1964 hasta 1982, la que le proporcionó su primer gran éxito. Pero el terror gótico de aquellas producciones, que también se deja ver en el opresivo internado de señoritas donde se ambienta La residencia, dejó paso en plena transición a la democracia española a un terror a la luz del día, en las costas del litoral mediterráneo donde miles de turistas se reúnen para pasar sus vacaciones estivales, sin saber que la infancia está preparando su venganza contra el mundo adulto. Al respecto, durante los títulos de crédito de ¿Quién puede matar a un niño? se reitera en la trágica situación de los más pequeños en diferentes conflictos armados que tuvieron lugar durante el siglo XX, alternando imágenes de campos de concentración y de guerras como las de Corea o Vietnam con los nombres del equipo artístico y técnico. Con la reiteración de Ibañez Serrador queda más que confirmado que los niños han sido las víctimas inocentes de las disputas de los adultos, por ello, en el presente del film, el juego mortal asumido por los más jóvenes de Almanzora busca intercambiar los papeles, de tal manera que la infancia se convierte en verdugo de quienes han sido sus victimarios. Los primeros minutos de metraje muestran un pueblo costero donde la aparición de un cadáver en la playa no altera su ritmo diario: bañistas, gente tomando el sol sobre la arena, bullicio y festejos que sorprenden a la pareja británica en quien se centra la cámara. Ambos recorren la localidad, pero sus comportamientos difieren, mientras Tom (Lewis Fiander) muestra su rechazo al gentío, Evelyn (Prunella Ransome) parece disfrutar del ambiente que no tardarán en abandonar para trasladarse al paraje isleño donde, en lugar de la tranquilidad esperada, se encuentran con un pueblo desolado y fantasmal. Como bien podrían haber dicho Val Newton y Jacques Tourneur, el terror no necesita efectos especiales para producir desasosiego, no tiene forma física, sino que nace en la mente y, para ello, nada mejor que crear una ambientación adecuada, un ritmo acorde y una puesta en escena que lleve al espectador desde la placidez inicial (la llegada de la pareja a Benavís) hasta que el matrimonio (y también el público) se encuentra atrapado en la perturbadora y violenta atmósfera que envuelve su estancia en la isla donde se desarrolla el resto del metraje. A pesar de sus escasos recursos económicos, la película contó con un actor y una actriz creíbles en sus papeles, con un puñado de niños tan alarmantes como los que habitan El pueblo de los malditos (Village of the Damned; Wolf Rilla, 1960), un feto que podría ser familiar de La semilla del diablo (Rosemary's Baby; Roman Polansky, 1968), e influencias narrativas de Los pájaros (The Birds, Alfred Hitchcock, 1963), asumidas por Ibañez Serrador para transmitir las sensaciones que, de manera paulatina, dominan en sus protagonistas, respecto al espacio que les encierra y a los pequeños que se preparan para lanzar su ataque. Los rostros de los adultos delatan la creciente preocupación que les provoca su estancia en Almanzora, donde, desde el primer momento, todo apunta a que algo sucede: los niños no les hablan, solo se dejan ver en el muelle o en un bar donde no hay rastro de sus mayores, como tampoco lo hay en el resto de la villa. Todo esto les resulta extraño y, con el paso de los minutos, hasta inquietante, pero Tom tranquiliza a Evelyn diciéndole que puede que la gente se encuentre en la tradicional romería que él recuerda de su juventud. El ambiente les perturba, parece una población fantasma, y esa inquietud creciente va apoderándose de ellos hasta que se convierte en el terror que se confirma cuando son testigos de la muerte de un anciano a manos de una niña que, entre risas y felicidad, lo apalea sin freno. ¿Qué sucede? ¿Cómo es posible? El miedo se ha instalado en sus mentes, también la necesidad de sobrevivir, quizá ahora comprendan la falta de defensa de la infancia ante hechos que escapan a su comprensión (de ahí que Tom se plantee el no traer otro hijo a un mundo caótico y destructivo), como a la de ellos escapa el relato que adulto superviviente (Antonio Iranzo) les narra en la pensión donde se cobijan y el vecino asume que no hicieron nada para evitar su tragedia, porque <<¿quién puede matar a un niño?>>.
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