La inmigración y la desigualdad social se encuentran presentes en los primeros compases de Elysium (2013), durante estos instantes iniciales también se descubren dos espacios antagónicos que se distancian por una frontera invisible que nada tiene que ver con la atmósfera que los separa, pues el límite que aleja a la Tierra del país de las maravillas que gira a su alrededor se encuentra en los posibles económicos que permiten los privilegios que se descubren en el satélite artificial, habitado por una minoría elitista que disfruta de la opulencia y la despreocupación de saber que en cada hogar existe una máquina regeneradora, promesa de inmortalidad. Esta última circunstancia, unida al sueño de mejora, provoca que muchos de los desheredados que malviven en la superficie terrestre intenten entrar ilegalmente en ese paraíso espacial protegido por la política xenófoba llevada a cabo por la ministra de seguridad (Jodie Foster), con la que intenta preservar el bienestar que conseguido. Para mantener este modo se aísla a los habitantes de Elysium de los problemas y necesidades que existen más allá de sus fronteras (y de los que directa o indirectamente son responsables), aquellos que se producen en el día a día de millones de hombres y mujeres que desde la distancia contemplan el lujoso satélite como la promesa de escapar del padecimiento generado por la segregación económica que agudiza las diferencias e insensibiliza a la población, no solo a quienes moran en la utopía circular sino a los habitantes del planeta, individuos como Max (Matt Damon), que intenta rehacer su vida trabajando en una fábrica donde tampoco se valora la condición humana, como demuestra que a nadie le importe que quede atrapado dentro del compartimento estanco donde sufre la radiación que provoca su estado terminal y, como consecuencia, su decisión de acudir a Spider (Wagner Moura), el delincuente que controla el tráfico ilegal de la Tierra a Elysium y que resulta ser su única esperanza para conseguir el pasaje que le permita alcanzar la cura. Pero en un mundo deshumanizado nada es gratuito, así que las circunstancias obligan a Max a aceptar una misión suicida a contrarreloj, durante la cual se desentiende por completo de cuanto sea ajeno a sus intenciones, lo que le lleva a dejar a un lado las necesidades de quienes, como Frey (Alice Braga), precisan y solicitan su ayuda. La situación y el comportamiento de este atihéroe remiten al personaje principal del anterior trabajo de Neill Blomkamp, ya que ambos sufren un accidente que provoca el paulatino cambio en sus maneras de comprender entornos caóticos en los que prevalecen la desigualdad social (racial en el caso de District 9) y económica, y que deriva en su evolución de individuos egoístas al altruismo que alcanzan hacia el final de sendas producciones. A pesar de los aspectos comunes que comparten los dos largometrajes, se observa en esta segunda propuesta cinematográfica de Blomkamp un mayor conformismo en su discurso, adecuándose a lo establecido dentro las pautas del espectáculo hollywoodiense, lo que provoca que, aparte de algunos rasgos estéticos, solo comparta con District 9 un inicio de crítica social que a medida que avanzan los minutos se sustituye por la repetición de tópicos como el comportamiento del villano encarnado por Sharlto Copley o el poco creíble y desinteresado gesto final de Max.
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