La tercera adaptación cinematográfica de la exitosa novela de Edith Wharton desarrolla la relación de Newland Archer (Daniel Day-Lewis) y la condesa Ellen Olenska (Michelle Pfeiffer) en fragmentos de tiempo robado —a la tradición de la alta sociedad neoyorquina, a su esnobismo y a la hipocresía de clase. Este es uno de los atractivos de La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993), que vive atrapada en los fragmentos temporales por los cuales la narradora omnisciente nos guía, sustituyendo al narrador en primera persona habitual en las películas de Martín Scorsese. La voz en off nos adentra en un cuento donde ni las costumbres, ni el lujo o la aparente elegancia y tolerancia (en realidad, inexistente) de la clase alta neoyorquina son autóctonas. Como la ropa o los cuadros, los comportamientos y el protocolo han sido importados o sencillamente copiados de la vieja Europa, de su aristocracia y alta burguesía. Esa ausencia de originalidad, provoca que los barrios altos de la Nueva York del siglo XIX fuercen sus comportamientos esnobs, más si cabe que los ciudadanos europeos, acostumbrados a un sistema de clases para ellos ancestral. Como consecuencia, los privilegiados de la Gran Manzana son intolerantes con quienes, de los suyos, airean a la luz sus asuntos privados, bajo la amenaza de las habladurías. Los habitantes de esa zona en apariencia privilegiada de la ciudad escogen la clandestinidad para sus amoríos y sus vicios. De hecho, aunque entre lujo y comodidades, viven atrapados en su condición. No pueden dejar de ser quienes han hecho de ellos; en este aspecto, en la práctica ausencia de elección, se igualan a los moradores de la parte baja que protagonizan Gangs of New York (2002). Existen las cadenas invisibles, el miedo a un castigo social, peor que cualquiera legal, puesto que implicaría el ostracismo, el ser un paria y perder su lugar dentro del entorno que dicta sus comportamientos. Esto podría ser uno de los temores que impide a Archer, en un primer momento, decidirse y asumir el corazón por encima de la razón. La ausencia de elección, él le aconseja y convence a Ellen de la imprudencia del divorcio (para los suyos es mejor vivir con un océano de distancia que divorciada, aunque las críticas no desaparecen) provoca que cada momento que comparten semeje el primero, lo que genera la sensación de que la pasión no hace más que avivarse con el deseo prohibido. Su amor se encuentra en sus mentes, en la ausencia e imposibilidad del ser amado. Es la ausencia donde la fantasía crece a la espera de la presencia donde sueñan mientras quieren y no logran hacer real su sueño de amor.
No hay espacio para el amor de Archer y Ellen en una sociedad cerrada, intransigente con quienes la ponen en duda, dogmática y represiva, superficial e hipócrita. Es la cara de la alta sociedad de la Nueva York del siglo XIX vista desde la perspectiva de Scorsese, medio rostro de la ciudad casi siempre presente en su cine. Años después, el cineasta neoyorquino descendería a los bajos fondos decimonónicos para completar su particular radiografía de la época y de la ciudad.
<<Él amaba Nueva York>> introduce Woody Allen a su ciudad y a su personaje en Manhattan (1979). Ese amor también lo comparte Scorsese, cuyo idilio con la Gran Manzana lo lleva a recorrer las costumbres y los espacios del pasado: el orden y la violencia moral en La edad de la inocencia y el desorden y la violencia física en Gangs of New York. Lo hace con un reparto que cumple, con la lujosa ambientación que recrea la época, con su pericia cinematográfica, su uso de la cámara o del montaje, y apoyado por la voz en off, recurso que emplea en gran parte de su filmografía.
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