En un breve ensayo, escrito en 1931, que tituló Gente bien, Bertrand Russell concluía con las siguientes afirmaciones su irónico texto: <<La esencia de la gente bien es que odian la vida tal como se manifiesta en las tendencias de cooperación, en la turbulencia infantil y sobre todo en el sexo, cuyo pensamiento les produce obsesión. En una palabra, la gente bien es la gente de mente sucia>>. Esa <<gente de mente sucia>> la hubo, la hay y la habrá mientras existan los moralistas que pretendan imponer su moral y eliminar cualquier aspecto de la vida que la contraríe. Para Russell existían dos cosas que ponían fin al dominio de la <<gente bien>>: <<La primera es la creencia de que no hay peligro en ser feliz con tal de que no se haga daño a nadie; la segunda es el asco a la farsa, un asco tanto estético como moral>>. Hay quien llama hipocresía a dicha farsa, la misma, o una similar, a la que dio luz verde a la imposición del código Hays en Hollywood, allá por 1930. Conocido por el apellido de su promotor, el republicano William H. Hays, el Motion Pictures Production Code estableció normas con las que los moralistas de la industria pretendían controlar tanto lo que se producía como lo que el público vería en la pantalla. En ambos casos, que sería el mismo, atentaban contra la libertad de los creadores y de los espectadores. No obstante, el reglamento tuvo efectos inesperados y no pretendidos, como sería animar la creatividad en busca de recursos que permitiesen a los cineastas superar los límites del decoro establecido. Pero esa es otra historia, la que pretendía imponer el famoso código se mantuvo en vigor durante décadas, desde 1934 hasta 1967.
Hoy, resulta curioso ver los films Pre-code que escandalizaron y convencieron a esa <<gente bien>> de Hollywood para imponer su bondad y su censura, pues, nadie en la actualidad vería censurable una pantorrilla, la insinuación subida de tono, un beso que se alarga, escuchar una exclamación mal sonante o ver una prenda interior en la pantalla, cubriendo el cuerpo de cualquier actriz o actor. Estrenada dos años antes de que oficialmente se estableciese el código Hays, A salvo en el infierno (Safe in Hell, 1931) fue una de esas películas que sonrojaría a la <<gente bien>> porque mostraba desde su inicio el deseo sexual como uno de los motores de la acción. Aparte, también era otra película que confirma que las dificultades a las que se enfrentaban los cineastas en el paso del silente al sonoro habían quedado atrás. La afirmación no es exagerada, la exageración, como recurso, la empleo cuando digo que cámara de William A. Wellman tiene vida, la capta y la crea. Capta unos zapatos y unos tobillos sobre un mueble, sube por las piernas y descubrimos a una joven prostituta que, en una postura entre cómoda y desafiante, contesta a una llamada telefónica y acepta visitar a un cliente cuya mujer se encuentra ausente. Gilda (Dorothy MacKaill) llega al hotel sin saber que el hombre es Piet (Ralf Harolde), su antiguo jefe, a quien rechaza al instante, pues debido a su acoso ahora se encuentra en esa situación, la única que le ha permitido sobrevivir a la ausencia de Carl (Donald Cook), el hombre que ama. No desea nada de su antiguo jefe, ni con él. Lo dice, pero sus palabras no son atendidas, así que no encuentra más alternativa que defenderse: forcejean y arroja un objeto sobre su agresor. Sale de la habitación sin ser consciente de que una llama ha prendido en la cortina, ni de que esa llama sellará su destino. Buscada por la policía, logra huir en el barco del hombre que ama, el mismo que, superada la desesperación inicial que le provoca la confesión de la joven, la ayuda y la lleva de polizón a la isla donde no existen tratados de extradición, aunque si hombres que la devoran con la mirada. Ese es su infierno, el verse deseada y acosada, un infierno que cobrará forma después de su matrimonio con Carl y de que este embarque de nuevo, con la promesa de enviarle dinero y regresar cuando concluya su travesía. Tanto la historia, un melodrama en el que una mujer se ve obligada a sobrevivir en un entorno masculino donde se convierte en objeto de deseo de un grupo de fugitivos y de Mr. Bruno (Morgan Wallace), el carcelero y verdugo del lugar, como los personajes no son escandalosos, salvo en mentes como las que impusieron el código que estableció un antes y un después. En el antes, los cineastas como William A. Wellman no se andaban por las ramas, iban al asunto y trataban los temas de tal manera que el público pudiera entender de qué se hablaba al tiempo que disfrutaban de lo expuesto en la pantalla, tal cual, aunque fuesen planos de unas piernas bonitas o de un beso sin cronometrar.
La vi hace algunos años en la Filmoteca y, efectivamente, no recuerdo que hubiera para tanto. Aunque ya se sabe que lo que hoy escandaliza, mañana hará sonreír a nuestros nietos.
ResponderEliminarSaludos.
Cierto, lo escandaloso, o el escándalo, luego deja de serlo.
EliminarSaludos