martes, 31 de marzo de 2020

Soledad (1928)

Sabía que aquel regalo era un libro, aunque desconocía cuál e ignoraba que, junto al título, descubriría un marcapáginas con la siguiente cita de Umberto Eco: <<El mundo está lleno de libros preciosos, que nadie lee>>. Nunca había prestado atención a los marcapáginas, sencillamente porque uso trozos de papel para señalar las páginas, pero a este sí se la presté y pensé en la certeza de las palabras del escritor italiano. Las relacioné con el cine, donde proliferan los olvidos, los estrenos industriales y las listas populares que numeran títulos que expresan gustos y quizá también desconocimiento. El cine ya tiene un largo recorrido, más de ciento veinte años, millares de títulos, falta de memoria, intereses e inquietudes dispares, según quien sea su creador y su consumidor, por eso el mundo está lleno de películas preciosas, que nadie ve o que son disfrutadas por una minoría. Películas como Soledad (Lonesome, 1928), que son "preciosas" no por un preciosismo de postín, sino porque su valor supera las barreras temporales, la mitificación popular y listas que, en su realidad oculta, no recuerdan las mejores películas, recuerdan lagunas cinematográficas y la necesidad de etiquetar para sentir la comodidad consecuente a tener una referencia a la que recurrir. Soledad no responde a una etiqueta, responde a lo que cuenta y a cómo lo cuenta sin apenas necesidad de palabras (escritas). Lo hace mediante su montaje e imágenes que expresan las emociones de un instante que transciende el momento, puesto que el film de Paul Fejos no solo habla de una jornada ni de dos individuos concretos que gritan en silencio y entre la multitud de un sábado cualquiera, aunque este sea distinto para ellos, durante el cual viven ignorándose, buscándose, amándose, sufriendo su ausencia y la sospecha de que no volverán a encontrarse. Fejos habla de los individuos y de su estilo de vida urbano, neoyorquino, de días programados, de la soledad en multitud, de ritmo veloz, voraz y repetitivo. Habla de una jornada que apenas presenta variaciones respecto a otras tantas que también podrían iniciarse en el cuarto de Mary (Barbara Kent) para, poco después, introducirse en la habitación de Jim (Glenn Tryon). Ambos se asean y se visten, dispuestos a encarar un nuevo y viejo día en la que salen a la calle, se confunden entre el gentío que se hace masa en el transporte público que los conduce al trabajo donde se entregan al frenético ritmo laboral. Este ritmo impide a los protagonistas pensar en la soledad que les golpeará a la salida de la fábrica, cuando, por separado, observan que son los únicos sin pareja y, en su interpretación, asumen que no podrán disfrutar el fin de semana en compañía. Jim y Mary se cruzan y no se reconocen, desayunan en el mismo local o caminan juntos y junto a anónimos como el matrimonio de ...Y el mundo marcha (The Crowd; King Vidor, 1928), sin verse en una ciudad ideal para una sinfonía urbana. Pero esta ciudad no es el Berlín de Gente en domingo (Menschen am Sonntag; Robert Siodmak y Edgar G. Ulmer, 1929), es la Nueva York frenética, viva, imparable en su tránsito humano por calles sin nombre donde rutinas, esperanzas y frustraciones se empequeñecen entre rascacielos y multitudes que no se detienen. Jim y Mary forman parte de este entorno al tiempo humano y deshumanizado, un entorno donde no encuentran más compañía que los muebles de sus minúsculos apartamentos, a los que regresan derrotados e inconscientes de su proximidad, con la soledad para ellos indeseada, porque ni la escogen ni la acogen. La sienten hiriente, quizá no sepan convivir consigo mismos, o quizá les recuerde la distancia que les separa de la felicidad que han creído ver en las amistades de las que se despiden para encerrarse entre paredes de aburrimiento y victimismo, a la espera de que se reinicie la siguiente semana laboral. ¿Cuáles son sus inquietudes y sus deseos? ¿Quieren amar o sentirse amados y reconocidos? ¿Qué esperan de la vida? ¿Trabajo, breves paréntesis de ocio siempre iguales, compañía, matrimonio, consumo, aceptación, hijos? A diferencia del protagonista masculino de la película de Vidor, ninguno de los personajes de Fejos siente la necesidad de ser uno entre la multitud, de hecho, asumen satisfechos sus empleos corrientes. Mary y Jim sueñan con la compañía que rompa su aislamiento y su monotonía. La música suena en la calle y ambos se asoman a sus respectivas ventanas. Observan el camión orquesta que anuncia fiesta en las atracciones del parque al que Harold Lloyd acude en Relámpago (Speedy; Ted Wilde, 1928). La idea festiva les anima a salir de casa y, ya en la feria y entre la multitud, se reconocen iguales en su soledad, se aproximan, tantean, intiman y, finalmente, comparten la ilusión amorosa que podría formar parte de una película de Frank Borzage, salvo por el hecho de que en Soledad el amor nace como vía de escape. Transitan por las atracciones o por la playa sin prestar atención a cuanto les rodea. Ya no están solos, se han conocido. Disfrutan y sonríen sin sentir que la noche cae e ilumina el firmamento para ellos. Es una nocturnidad idílica, hasta que Fejos la rompe y eleva la tensión dramática, introduce la desesperación ante la pérdida de su unión entre el gentío (y el policía que aparta al protagonista masculino) que acabará por interponerse. A lo largo de sus diferentes etapas: antes, durante y después del encuentro de los dos desconocidos, Soledad capta y transmite las distintas emociones de sus personajes, desde la cotidianidad solitaria hasta la que se sospecha será compartida, pasando por la ilusión de ya no estar solos o por la desesperación que conlleva su separación. Fejos expone todo esto con un ritmo entre pausado (en instantes idílicos) y vertiginoso, similar al que se vive en la gran ciudad, escenario de la casualidad y la imposibilidad, de la búsqueda y la pérdida, de la desesperanza y la esperanza de dos seres que viven sin conocerse y se conocen para vivir y, así, compartir alegrías y tristezas, compartir la soledad que en mutua compañía dejaría de serlo.

2 comentarios:

  1. Qué artículo tan bien escrito. Que buena la cita de Eco. Cuanta belleza olvidada en los pliegues del tiempo!

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    1. Muchas gracias por tu comentario y, en particular, muchas gracias por su poética (y certera) conclusión

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