Uno de los presos es Wilhelm Voigt (Max Adelbert), a quien poco después se le concede la libertad física, aunque no la mental. Esta no se regala, se conquista en el pensamiento, paso a paso, en una evolución que nunca llega a ser absoluta, ya que el absoluto implicaría su limitación, su deformación, su inexistencia y la existencia de un nuevo totalitarismo. Cansado o derrotado, abandona la cárcel para verse abrumado por la desorientación y desubicación, por la falta de trabajo y de pasaporte, por su transitar por diferentes espacios en busca de un lugar que se le niega y de la dignidad a la que tampoco tiene acceso. Allí donde va, o donde entra, encuentra rechazo u observa como los uniformados son tratados con respeto y deferencia. ¿Por qué a él se le niegan ambas? ¿Por carecer de uniforme y del pasaporte que se convierte en su obsesión? En ese instante quizá no se plantee interrogantes, quizá solo piense en la única salida que le permite el sistema: conseguir los papeles por cuenta propia, introduciéndose en una comisaría en la nocturnidad clandestina donde, de nuevo, es arrestado. Implacable en su aplicación de la rigidez legal, el juez lo condena a más de diez años de presidio. Durante este nuevo encierro, Oswald se interesa por dos momentos. El primero, puntual, expone al protagonista leyendo un manual de infantería; y el siguiente, abarca un periodo temporal de mayor amplitud (el resto de la condena), aunque el cineasta lo reduce al encuadre de dos árboles en crecimiento. Durante este largo intervalo (mínimo para el público) la inamovilidad se instaura en la pantalla, del mismo modo que el discurso del director del presidio se prolonga mientras dura la imagen. La ausencia de movimiento (salvo en los troncos y ramas) y la plática que perdura en el tiempo anuncian que, una vez fuera, nada cambiará para Voigt, salvo a peor, cuando recibe la orden de expulsión. Si las condenas previas habían sido desmedidas respecto a los delitos cometidos, su situación actual puede calificarse de aberrante, puesto que, sin papeles, sin trabajo, sin hogar, sin más que lo puesto, solo se le permite respirar y errar en soledad.
Pero algo ha cambiado en él; ha llegado al límite y decide a romper con las normas, decide hacer algo por sí mismo, para sí mismo. Otro desfile militar se cruza en su camino. Este no lo excluye, como sí había hecho el primero, aunque todavía no puede formar parte. Únicamente lo observa (y observa a varios jóvenes caminando detrás de la marcha y a un hombre que, apoyado en una pared, lo sigue con la mirada). Ahora, Wilhelm sí se plantea que el uniforme podría servirle para sus fines (conseguir el ansiado pasaporte) y adquiere uno ajado que transforma su imagen. La metamorfosis se produce en el aseo público donde se viste de oficial y la confirma la reacción de dos militares que se cuadran ante la nueva imagen. Las miradas, que antes lo rechazaban o lo ignoraban, han cambiado y las puertas cerradas ahora se abren para él. Así subvierte el orden o, más acertado, lo revierte para mutar su derrota existencial —la del individuo frente a la burocracia— en victoria. El traje no decide por Voigt, pero resulta fundamental para su actuación e integración, ya que le posibilita una imagen y, desde esta, accede al militarismo que acabará mostrándose generoso con él. Esto lo entiende el personaje, sabe que ahora tiene ascendencia sobre quienes antes de su ascenso, de la nada a capitán, lo habían ninguneado, denigrado y rebajado a un estado infrahumano, simplemente porque para unos no existía y para otros no tenía derecho a una identidad. Como don nadie, era un hombre invisible, necesitaba papeles para trabajar y trabajo para lograr los papeles, vivía en una situación kafkiana, en la condena de la invisibilidad que abandona al lucir los galones que le permiten actuar con impunidad; y eso es lo que hace en la ciudad donde ordena —a los soldados que ha reclutado— el arresto del burgomaestre, para así tener acceso a su ansiado pasaporte, el símbolo de su identidad.
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