Hollywood no inventó el sistema de estrellas de la nada, lo hizo a partir de la demanda del público que observaba a actores y actrices anónimos en la pantalla, pero que empezaban a resultarles familiares. Los espectadores querían saber más de aquellos rostros y, para conseguirlo, querían sus nombres. Omito los distintos por qué, pero les atraía conocer cómo se llamaban fulanos y menganas, y los avispados de Hollywood les dieron lo que pedían; incluso inventando algunos para que sonasen más atrayentes que los reales. Conscientes de que según quien actuase en las películas, se vendían mejor las protagonizadas por este que las interpretadas por aquel, satisfacer la demanda popular más que lógico resultaba beneficioso para el negocio. Los nombres de los actores y actrices favoritos en carteles y marquesinas generaban interés por tal o cual película, reclamaban la asistencia e incluso podrían derivar en negocios alternativos y lucrativos —revistas de cine o juguetes como un muñeco de Charlot— o mismamente crear departamentos de publicidad donde modelar astros de celuloide, también destruirlos, sustituirlos u olvidarlos cuando dejasen de ser rentables. Desde entonces, la industria hollywoodiense ha girado en torno al reclamo mediático de sus estrellas, engrandecidas por el febril deseo popular y la constante publicidad cinematográfica. El público obtuvo su recompensa y pudo llamar a los rostros por los nombres que aparecían en los créditos; quizá les gustase cotillear sobre las vidas de los actores y actrices o quizá idealizar sus imágenes y fantasear con ellas. Pero lo seguro fue que establecieron una relación indisociable entre los intérpretes y los personajes de ficción en historias de amor, dramas, aventuras o comedias que, más allá de los avances tecnológicos, poco han variado desde el nacimiento de aquellos grandes estudios como MGM, posiblemente el que mejor supo vender el glamour de sus estrellas.
Vidor no compuso opera, pero componía imágenes; y sus mejores películas son composiciones visuales que fluyen armoniosas durante todo su metraje. Mas esto no sucede en Vida bohemia; al contrario que El gran desfile o la posterior —y uno de los puntos culminantes en la historia del cine— ...Y el mundo marcha (The Crowd, 1928), sufre las consecuencias de no saber si es un film de estudio, de sus estrellas o de su realizador, lo cual deja poco margen a que Vidor, menos "Vidor" que en otras ocasiones, pueda desarrollar con mayor independencia y consistencia el melodrama de la costurera en su relación con el aspirante a escritor. El problema que arrastra la película no son tanto los destacados trabajos de Gish y, a su manera, de Gilbert, sino la creencia de que su sola presencia -y el dejarla en manos de un gran cineasta- bastaba para salvar las múltiples lagunas sustanciales de los personajes principales y la inoperancia de los secundarios que, más que jugar a favor de la trama, son meros adornos que están ahí, pero que no encajan ahí. Mimí es principio y fin; y como principio y fin, evoluciona. Primero se descubre triste y derrotada por la miseria en la que vive en soledad, aunque la alternancia de secuencias (entre su piso y el vecino) anuncia que su vida cambiará al contactar con el espacio contiguo, similar al que ella ocupa, pero opuesto, debido a la actitud de los bohemios que asumen su miseria con humor, ironía y esperando que el éxito llame a su puerta. A partir del contacto de Mimí con estos jóvenes, la vida de la triste costurera cobra luz y sonrisas, puesto que se enamora y sublima su amor por Rodolfo hasta cotas que aquel quizá no comprenda, ni llegue a comprender. Mimí y Rodolfo se aman y, en su generosidad y sacrificio, ella antepondrá las necesidades y el sueño del amado a las suyas, o puede que convierta la ilusión de éxito del amante en su propia necesidad vital, de ahí que su tragedia sea al tiempo su victoria, la de su amor depurado de cualquier egoísmo.
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