En La novia de Frankenstein (Brige of Frankenstein, James Whale, 1935) el doctor Petrorius brinda <<por un mundo nuevo de dioses y monstruos>> y de este brindis Bill Condon extrajo el título para su película, la cual, lejos de ser una biografía, recuperaba para la cultura popular la figura del cineasta responsable del mítico díptico sobre la criatura de Frankenstein, dos films imprescindibles para el éxito del ciclo de terror realizado por Universal Pictures durante la década de 1930. Similar a su personaje más famoso, aquella solitaria y rechazada criatura que se convirtió en icono del horror cinematográfico, James Whale fue un hombre incomprendido y repudiado dentro de un entorno más deshumanizado de lo que su glamourosa imagen atestigua, una imagen tras la cual se ocultaban desenfreno, envidias, escándalos, intereses, miserias, prejuicios y rechazos similares al expuesto por el realizador inglés en El doctor Frankenstein (1931) y sobre todo en La novia de Frankenstein (1935). Al contrario que otros miembros de aquel Hollywood dorado, Whale nunca ocultó su homosexualidad, tampoco su excentricidad ni su intención creativa (dentro de un sistema de estudios que no se caracterizaba precisamente por fomentarla), aunque sí sus orígenes humildes. ¿Por qué? Quizá por vergüenza o quizá porque necesitaba una máscara de aristocracia que le permitieran sentir la altivez y la seguridad que, con brillantez, Ian McKellen impregnó a su personaje en esta no menos brillante adaptación cinematográfica de la novela de Christopher Bram El padre de Frankenstein (Father of Frankenstein, 1996). ¿Por qué brillante? Para esta pregunta sí tengo una respuesta precisa, y la encuentro en la acertada exposición de Condon a la hora de combinar cine, crítica, sensibilidad y la ficción de los últimos días del cineasta con el pasado que regresa con mayor fuerza en sus horas postreras, durante las cuales la soledad, que ha dominado el final de su existencia, se ve mitigada por la irrupción de Clayton Boone (Brendan Fraser), el joven jardinero con quien el otra hora director de éxito inicia una relación si no de amistad, sí liberadora para ambas partes. Condon nos descubre a Whale (Ian McKellen) encerrado en sí mismo, sin apenas más contacto humano que aquel que mantiene con su ama de llaves (Lynn Redgrave) y, de manera esporádica, con su antiguo amante (David Dukes). Ya lejos de su esplendor artístico, el cineasta no ha perdido su afición a la pintura, esbozando dibujos y retratos como el que pretende realizar a Clayton, su nuevo jardinero, su modelo y un joven en quien el Whale de ficción descubre los prejuicios que pretende manipular para crear a su monstruo definitivo, el más importante, aquel que pueda liberarlo del sufrimiento que implica su enfermedad degenerativa, que merma sus capacidades y reaviva los recuerdos que ha mantenido enterrados hasta entonces. Aquellas fantasmagóricas imágenes pretéritas (de su infancia o de su paso por el frente de la Gran Guerra) salen a la superficie en presencia de Boone, en quien el creador de El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931) genera sentimientos enfrentados, entre ellos admiración y lástima. Como si de uno de sus personajes se tratara, el Whale interpretado por McKellen modela a su criatura más allá del esbozo que dibuja sobre el lienzo y, al tiempo que se deja retratar, Clayton logra superar sus temores y descubre la dolorosa intimidad de un hombre atormentado que, en su desesperación, desea poner fin a una existencia que ya solo le proporciona miedo.
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