La locura que se desata ante la presencia de Jerry Langford (
Jerry Lewis) llama la atención al inicio de
El rey de la comedia (
The King of Comedy, 1982), pues ¿quién comprende el por qué de la misma? ¿Qué reporta a los individuos que conforman la masa su acoso al famoso humorista? ¿Qué significa para ellos su autógrafo o tocar su cuerpo? No se trata de admiración por el trabajo o por la obra ajena, pues en esas primeras imágenes no hay admiración ni respeto, hay idolatría, obsesión y sinsentido, aunque, ¿qué idolatría u obsesión tienen sentido? Este momento indica la intención satírica de
Martin Scorsese en su película, pero no se detendrá ahí, irá más lejos, ya que entre la multitud individualiza a Masha (
Sandra Bernhard), la fanática admiradora que se encierra dentro del auto de la estrella -porque quiere poseerla-, y a Rupert Pupkin (
Robert De Niro), el hombre que parece tranquilo y que socorre a Jerry. Pero Pupkin ni es tranquilo ni socorre, también quiere algo, quizá algo más que cualquier otro de los allí congregados. Incialmente descubrimos en este desconocido a un soñador, ingenuo y quijotesco, que cree haber establecido un lazo de amistad con su admirado cómico. Ve en su encuentro con Jerry el puente hacia la fama. Desea ser como él, quiere ser el nuevo rey de la comedia, se ve a su lado, e incluso fantasea con las súplicas de la estrella. Este es otro factor que
Scorsese satiriza, el del individuo que sueña y persigue la fama en una sociedad que la demanda y en los medios que generan su necesidad y su ilusión. Emulando al Quijote cervantino, Rupert confunde realidad y fantasía, sueña despierto e imagina que se codea con su ídolo, que lo supera y que este lo admira. Otras cuestiones que apuntan el alejamiento de la realidad del protagonista, las encontramos en su habitación, donde, entre los gritos de su madre, charla con las figuras de cartón de Jerry y
Liza Minnelli, o en su álbum de autógrafos de actores y actrices. Allí ha escrito el suyo, lo que indica que se iguala a quienes ha endiosado en su pensamiento. Pupkin establece su relación con Jerry, pero este lo ignora. Nada quiere de él y en nada quedará su encuentro. Sin embargo, el cómico desconocido cree en su ídolo y telefonea desde una cabina, donde, ante las protestas de otros usuarios, aguarda una respuesta que no llega. Se presenta una y otra vez en la emisora, decide esperar, pero el señor del castillo no se deja ver, e incluso se precipita, con naturalidad y familiaridad, en la mansión del humorista, pues está convencido de ser bien recibido. Pupkin sufre el desengaño que lo despertará. Conoce a la estrella, la admira, sueña convertirse en una, y empieza a conocer al hombre que hay tras el brillo. Existe una gran diferencia entre el ser idealizado y el real. Abismal. El rostro público de Jerry es simpático y cercano, mientras que el privado resulta altivo, engreído y mezquino. Ese descubrimiento empuja al aspirante a dar el paso adelante, peligroso y límite, su única vía hacia la oportunidad de salir en el programa de televisión y demostrar la valía de su humor. El proceso de transformación de Pupkin está en marcha; el individuo quijotesco da paso al maquiavélico, cuando despierta del sueño. Ahora acepta la realidad, aunque no se rinde, ni se consume ni muere por ella, la adultera al asumir que <<cualquiera puede conseguir lo que desea, siempre que pague el precio>>>. Él está dispuesto a pagarlo, de ahí que idee y ponga en práctica el secuestro de Jerry y negocie su liberación, a cambio de la participación televisiva que lo encumbrará al estrellato, en el que siempre ha creído y siempre persigue, porque, a diferencia de Masha, la finalidad de Rupert no es Jerry, sino un puesto en los televisores y el reconocimiento del televidente.
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