Apenas dos siglos atrás, la población mundial no alcanzaba la cifra de los mil millones de habitantes; en la época en la que se ambienta Kingsman. Servicio secreto (Kingsman: The Secret Service, 2014), supera los siete mil millones de personas. Dicha superpoblación, y los problemas que conlleva (cambio climático, desequilibrios socio-económicos, hambrunas, migraciones masivas,...) convence a los máximos mandatarios mundiales para aceptar la propuesta de Valentine (Samuel L. Jackson), el multimillonario que asegura que la violencia le produce malestar, aunque no duda en emplearla de forma indirecta (él no quiere ensuciarse las manos) y continuada para reducir de manera drástica el número de habitantes del planeta. El fin que persigue este alucinado villano sería el de salvar a la raza humana de su extinción, y para ello ha optado por crear una sociedad compuesta por quienes considera dignos de formar parte de la misma (postura que delata su narcisismo, su megalomanía y su locura). Pero Kingsman. Servicio secreto no es una simple película de acción, amistad, aprendizaje o espionaje en la que se enfrentan héroes y villanos que encajarían sin apenas esfuerzo tanto en una aventura de James Bond (el interpretado por Sean Connery o Roger Moore) como en un episodio de la serie británica Los vengadores, sino que se desvela como una sátira subversiva que, al tiempo que ofrece frescura y desenfado al cine de espías actual, ironiza sobre el orden establecido. Kingsman, nombre del servicio secreto del que forma parte Harry Hart (Colin Firth), no depende de ningún gobierno ni organismo porque sus fundadores fueron conscientes de la necesidad de ser imparciales, lo cual ha mantenido a la agencia alejada de los intereses de este o de aquel país, pero siempre desde el conservadurismo que se observa en la procedencia social de sus miembros. De ese modo, dentro de la elegante clandestinidad en la que opera Kingsman, Eggsy (Taron Egerton), el candidato elegido por Hart para ocupar el puesto vacante, parece no encajar porque se recela de su valía como consecuencia de sus orígenes humildes. Pero Harry, gentleman refinado y letal donde los haya, confía en el potencial de su pupilo, por lo que no duda en ofrecerle la posibilidad de aprender desde una perspectiva que Eggsy no había contemplado con anterioridad. De tal manera, el joven se convierte en un alumno que se identifica con la vendedora de flores a la que dio vida Audrey Hepburn en My Fair Lady (George Cukor, 1962), ya que se trata de un adolescente marginal, poco refinado, que muestra un comportamiento que lo opone al resto de candidatos al puesto de Lancelot (cada agente recibe un nombre artúrico). Pero, al igual que la Elisa encarnada por Hepburn, el muchacho muestra un afán de superación que le permite reconstruirse desde la supuesta falta de estilo al que se refiere Arthur (Michael Caine), el mandamás de Kingsman, quien no duda en calificarlo de paleto porque no posee una educación ni refinada ni aristocrática, lo cual delata el esnobismo que también caracteriza a la mayoría de los aspirantes, que no comprenden que la valía no proviene de la cuna, sino del empeño y de la superación que convierten a Eggsy en la imagen renovada (y rebelde) de su elegante y flemático mentor.
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