El estatus del que goza en la actualidad El gabinete del doctor Caligari (Das cabinet des Dr. Caligari, 1919) se debe más a su estética, obra de Hermann Warm, Walter Röhrig y Walter Reimann, que a la narrativa cinematográfica (por momentos irregular y teatral) de Robert Wiene, que adaptaba a la pantalla el guion que Carl Mayer y Hans Janowitz, guionistas fundamentales en el esplendor del cine alemán de la década de 1920, desarrollaron en común tras haber asistido a un espectáculo. Dicha estética, marcada por la exageración y las formas imposibles, es característica del expresionismo alemán, un movimiento artístico que llegó al cine tiempo después de desarrollarse en otros ámbitos del arte, y que alcanzó su máxima expresión cinematográfica en este film que inicialmente iba a dirigir Fritz Lang, pero el futuro responsable de M (1931) tuvo que abandonar el proyecto para filmar la segunda parte de Die Spinnen (1920). De ese modo, la dirección de este proyecto producido por Erich Pommer recayó en Robert Wiene, quien, como pretendía hacer Lang, introdujo un cambio fundamental en el guion, uno que no contentó a los autores.
Desde la distorsión, Wiene desarrolla El gabinete del doctor Caligari como el recuerdo de un hombre que narra a un oyente su extraña experiencia con el doctor Caligari (Werner Krauss). Y como todo recuerdo, no es más que una alteración subjetiva de la realidad, de ahí que cuanto se observa podría ser el delirio de un individuo que, hacia el final del film, asegura que el tal Caligari es el director de un centro psiquiátrico que se ha vuelto loco en su obsesión por inducir a un durmiente a cometer acciones que jamás realizaría estando despierto. La película se divide en un prólogo y un epílogo, sugeridos por Lang, en los que no se percibe la alucinación expresionista que domina el resto del relato, y un nudo en el que se muestra la historia que Francis (Friedrich Feher) ubica en una ciudad deformada, posiblemente por la propia deformación con la que percibe el entorno. Este hombre narra su presencia en el espectáculo de Caligari, que presenta como atracción a Cesare (Conrad Veidt), el sonámbulo que despierta para contestar a las preguntas que le realiza el público. Sin embargo, detrás de este número se esconde la mente criminal del psiquiatra, que emplea al durmiente para comprobar hasta dónde puede manipular la voluntad humana sin que esta sea consciente de ello. Pero la importancia del film de Wiene no se encuentra en la intriga, sino en la ruptura visual que se descubre en sus imágenes de calles torcidas y casas inclinadas que crean la subjetividad que se reafirma al descubrir a los personajes, exagerados en sus movimientos y maquillados en exceso, que deambulan por una atmósfera sombría, irreal y pictórica que podría ser el reflejo deforme de una sociedad compuesta por individuos inconscientes de la manipulación de la que son víctimas y aquellos que los manipulan para lograr sus objetivos.
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