El segundo largometraje de Andrzej Munk, Un hombre en la vía (Czlowiek na torze, 1956), fue el primer guion firmado por el escritor Jerzy Stefan Stawinski, con quien el realizador volvería a colaborar en Heroica (Eroica, 1958) y Mala suerte (Zezowate szczescie, 1960). Se trata de dos nombres propios del nuevo cine polaco que empezó a fraguarse en la segunda mitad de la década de 1950, aunque Munk, fallecido en accidente automovilístico durante el rodaje de La pasajera (Pasazerka, 1961), no pudo ver el devenir de aquel instante cinematográfico que revitalizaba la cinematografía polaca ni la irrupción de la tercera generación de directores —entre los que se cuentan Roman Polanski y Jerzy Skolimowski— a la cual, de algún modo, influyó. En Un hombre en la vía se aparta totalmente del realismo socialista que dominaba los cines del “Este” durante el estalinismo y reconstruye, a base de analepsis, no solo los motivos de su protagonista —el porqué estaba sobre la vía la noche que fue arrollado—, sino de un espacio jerarquizado que el cineasta expone entre el pasado y presente. Al inicio, un rótulo impresionado sobre la imagen de una estación de tren agradece la colaboración de los ferroviarios polacos, agradecimiento e imagen que ya apuntan donde se desarrollará la trama. Pero la gratitud de Munk no impide que exprese cierto escepticismo respecto a sus personajes. Ninguno es santo de su devoción, ni busca establecer simpatías entre ellos y el público. No hay ninguno en quien identificarse ni héroe proletario que represente el ideal del realismo socialista. Tampoco hay predilección por los “nuevos” o por los “viejos” tiempos que se enfrentan en Zapora (Zygmunt Listkiewicz) y Orzechowski (Kazimierz Opalinski), quien en todo momento rechaza al primero; posiblemente se sienta invadido en su locomotora, su “reino”, y tema que su nuevo ayudante esté ahí para controlarle, pues llega después de una discusión con el jefe de estación Tuszka (Zygmunt Maciejewski), o para sustituirle (como así fue, porque se trata de un hecho ya pasado).
El realismo socialista del que Munk prescinde no impide que asuma naturalismo espacial para mostrar el entorno ferroviario donde desarrolla la historia e introduce dos tiempos narrativos, presente y pretérito(s), a los que se accede mediante los testimonios de varios personajes: Tuszka, Zapora y Salata (Zygmunt Zintel), el guardabarreras encargado de las luces de paso. Este recurso, empleado en El poder y la gloria (The Power and the Glory, William K. Howard, 1933) y en Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1940), no era novedoso, pero aquí, igual que en aquellas, sí bien empleado, conveniente y efectivo, para reconstruir no solo la identidad del personaje de quien se van desvelando detalles, sino de quienes desvelan y del propio entorno. Parece evidente, pues, que una de las influencias de Munk y de Stawinski a la hora de plantear Un hombre en la vía es el “Kane” de Welles (quien, a su vez, sospecho influenciado por el film de Howard). O hacia tal apunta que sean diferentes narradores los que reconstruyan la personalidad del protagonista. Como en aquellas, todo empieza con una muerte, la de Orzechowski (Kazimierz Opalinski) arrollado por un tren en la noche. ¿Que hacía en la vía? ¿Intentaba descarrilar el tren o advertir de un peligro, una de las dos luces de paso de la vía no funcionaba? Hay que esclarecerlo, ya que nadie en la sala donde se interroga sabe a ciencia cierta el motivo. En ese espacio cerrado y cargado, salvo el inicio, escenario exclusivo del presente, se estudia el caso para determinar si la muerte del antiguo maquinista fue fruto de un suicidio, de un intento de sabotaje o de un acto heroico. Sobre todo, hay sospechas de sabotaje, algunos de los presentes no dudan de la culpabilidad del fallecido, otros sí. La solución llega con las declaraciones y un informe final, pero son las primeras las que dan acceso al pasado y al personaje que se juzga, así como su relación con los compañeros y su despido, hecho que parece corroborar el móvil de la venganza. Pero Orzechowski, maquinista que llevaba cuarenta años de servicio cuando el jefe de estación le “invitó” a irse, conocía el código no escrito al que cualquier maquinista, máxime uno como él, se aferra…
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