jueves, 4 de mayo de 2023

A. I. Inteligencia Artificial (2001)

De ninguna inteligencia se puede prever hacia dónde irá, pero sí se sabe que podrá educarse y desarrollarse, si lo pretende y le ofrecen las vías iniciales para su evolución. También puede manipularse o ser condicionada, adiestrada, pero esto podría resultar intelectual y emocionalmente perjudicial para el individuo pensante en su relación con el yo y con el entorno. Una vez desarrollada, tampoco podemos predecir si el uso de la inteligencia será beneficioso, negativo, activo o vegetativo, pero sí que podrá abrirse paso, pues el ser inteligente tiene la particularidad de plantearse problemas y pensar soluciones, así como se le supone la libertad para elegir cuáles son los medios más adecuados para lograr sus objetivos. Su elección, a priori, depende de su pensamiento que asume libre; aunque en la mayoría de los casos son las perspectivas establecidas las que deciden (incluso las que deciden parte de su pensamiento), así como los intereses y los límites que se impongan (e impongan al individuo)… Lo dicho debería servir para cualquier inteligencia, incluyo la programada, la que nace artificial y se lanza a su vida, la cual, como vida inteligente, si bien difiere de la humana en su origen tecnológico, puede asimilar y acumular conocimientos y también puede asumir o imitar (hasta el extremo de hacerlas suyas) las emociones y los sentimientos humanos. El miedo a morir en los replicantes o en HAL es real y provoca que actúen emocional y a la defensiva, matando, y no de un modo racional, puesto que la muerte no es racional ni tampoco el miedo; o la necesidad de ser amado en David (Haley Joel Osment), el niño protagonista de A. I. Inteligencia Artificial (A. I. Artificial Intelligence, 2001), a quien se le introduce la idea del amor que condiciona y determina toda su existencia. Para David la idea de amor no es liberadora, todo lo contrario, lo encadena y le obliga. Le impide amar libremente, ya que no puede decidir a quien amar; un comando en su programación lo hizo por él. Quizá esta no sea la idea visible del film de Steven Spielberg, que “heredó” el proyecto de Stanley Kubrick (que lo había trabajado durante dos décadas), pero a mí es la idea que me ronda.

No me interesa preguntarme ¿cómo lo habría hecho Kubrick? Ni si Spielberg se hizo esa pregunta. Me interesa lo que veo en la pantalla, y veo que el director de E. T. (1984) tiene su propia manera de hacer cine y de entenderlo. Él mismo escribió el guion a partir del tratamiento hecho por Ian Watson para Kubrick. Lo que ya dice que se involucró en un proyecto que quiso e hizo totalmente suyo. Puede gustar más o menos, pero de lo que no hay duda es de que Spielberg es un cuentista cinematográfico; y eso demuestra y ofrece en este cuento de ciencia-ficción con niño artificial protagonista, una especie de Pinocho cuya máxima en la vida es ser amado por una única persona; el resto le es indiferente. Y ese amor, más grande que la vida y más allá de ella, se convierte en el motor de su búsqueda obsesiva. Es la obsesión que le impulsa a abrirse camino hacia la conquista de su sueño: regresar a casa junto a su “mami”, Monica (Frances O’Connor), una “mami” de carne y hueso. La película no es oscura, tampoco profunda, aunque en superficie apunte ambas. Ignoro como hubiese sido en manos de Kubrick, pero lo que sí descubro en sus imágenes es el estilo de Spielberg, sobre todo en la parte intermedia, desde que David es arrojado al mundo humano hasta su salida del mismo; todo eso es Spielberg, de arriba abajo. A veces, la sombra del modelo a seguir es demasiado alargada, pero no en este caso. Aunque no sienta especial simpatía por este film, Spielberg no salió tan mal parado, quizá porque no quiso ser Kubrick. A pesar de los altibajos narrativos, su mayor acierto fue ser él mismo.

Un mayor intento de dotar de profundidad a su discurso provocaría un ritmo que no sería al que está acostumbrado, así que a lo largo del metraje priman la aventura y la tecnología, y la heroicidad de David, su osito Teddy y Gigoló Joe (Jude Law) frente a un mundo humano violento y hostil. Spielberg hizo su película de ciencia-ficción a su imagen, de modo que prescinde de la metafísica para plantearnos la búsqueda del niño “Meca”, el protagonista que llega a un hogar donde la madre, que añora a su hijo en estado comatoso, se vuelca en él y se crea entre ambos un lazo de amor que parece peligrar cuando el hijo humano se recupera y regresa al hogar donde, receloso, intenta recuperar lo que cree suyo; para ello no deja de competir con David y aprovecha cualquier momento para recordarle que él no es un niño de verdad. “Ay, cuanta villanía en el niño humano”, quizá suspire Spielberg si sueña con androides. Como consecuencia de los celos, la situación se complica debido al rechazo humano hacia el niño artificial, lo que depara que la madre deba abandonarle a la soledad, al dolor y a la ausencia del ser amado. El sufrimiento de David es sentido, no es una reproducción mecánica, como también es real su capacidad de matar a otro niño “meca”, en un arrebato visceral de celos —en ese instante de su desarrollo emocional e irracional, podría haber golpeado a uno humano—, o su deseo vital de convertirse en un nuevo Pinocho, quien de madera pasó a ser humano, pero dudo si por mandato de fábrica, por amor, por obsesión, por la magia del hada o por la del escritor…

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