En uno de los capítulos que, en sus memorias, dedica a la guerra civil, Fernando Fernán Gómez recuerda que <<muchísimos años después, más de treinta, cuando fui a México con Antonio Ferrandis para intervenir en el rodaje de una película, una amable señora mexicana se interesó por el tema de mi obra teatral Las bicicletas son para el verano, de la que habían llegado referencias desde España.
—Trata de la vida cotidiana en Madrid durante la Guerra Civil —resumí.
—He observado —dijo con un matiz de sorpresa y curiosidad— que muchos de ustedes, los españoles, al cabo de los años siguen viviendo obsesionados por aquella guerra.>> (1)
Aquella guerra aludida por la curiosa y amable señora mexicana no era una obsesión, sino que formaba parte de la realidad que siguió al periodo bélico: la dictadura, la cual se había prolongado hasta 1975, casi el año en el que Fernán Gómez estrenaba su obra, 1977, dos después de fallecer Franco. La muerte del dictador daba vida a la Transición y era el momento en el que quienes no pudieron hablar antes sobre la guerra, al menos no sin ciertas garantías de no recibir un tirón de orejas, un garrotazo o un encierro en prisión, hablase ahora. El escritor, actor y director lo hizo de la anormal cotidianidad madrileña de su adolescencia, la que conocía de primera mano, aunque el primer mes del alzamiento no estuviese en Madrid, una ciudad de la que se decía que iba a caer en manos de los rebeldes y que no caía, pero en la que se dejaron sentir el miedo, la esperanza, la impotencia, el odio, el amor, el egoísmo, la generosidad, alguna copla, los insultos y los ánimos entre vecinos, las bombas de los autoproclamados nacionales, las balas de los “pacos” quintacolumnistas que disparaban desde los tejados y los balcones, el hambre, el mercado negro, las delaciones, las checas y los “paseos” llevados a cabo por radicales y revolucionarios del Frente Popular. Dicha anormalidad es la realidad diaria que también expone Jaime Chávarri en su adaptación cinematográfica de Las bicicletas son para el verano, rodada dos años después del fallido golpe militar del 23 de febrero. Por tanto, seguir <<viviendo obsesionados por aquella guerra>> no parece ser una cuestión obsesiva, más bien se trataba de una presencia casi palpable, que todavía coleaba en el ambiente y en muchas mentes de 1977, de 1981 y de 1983. Hoy, aunque se rueden películas ambientadas en la guerra civil, ya nadie piensa en la posibilidad de que estalle otra, tampoco suele pensarse en la del 36 al 39 más allá de los clichés, del partidismo de extremistas y forofos que no fueron testigos —pues, después de casi noventa años, la memoria viva prácticamente ha dejado su lugar a la Historia y a la memoria escrita, radiofónica y fílmica—, y de la simplificación, la división en dos Españas. Dudo que fuesen solo dos; al menos tres y seguro que más. Pero, en general, poco interés muestra la opinión pública en comprender las causas, las diversidades, la sinrazón que tiñó el país de rojo y luto, de hambre y miedo, pero ni los exaltados de unos y otros pudieron evitar que la vida continuase. Esa vida es la que le interesa a Chávarri en su película, la que Fernán Gómez representa en su obra, y la que resiste en una excepción que se transforma en normalidad, en la cotidianidad diaria de casi tres años de cerco…
El actor Agustín González comentaba que <<En el caso de Las bicicletas son para el verano, se daba la circunstancia de que me tocó representar una serie de episodios creados por Fernando que yo ya había visto, incluso vivido. […] Yo pretendía hacer en la película lo mismo que en el teatro, aunque ya me daba cuenta de que un plano tiene una duración y que no es todo un acto, por lo que carece de la continuidad de la obra de teatro, pero hubo cosas que me perturbaron muy mucho porque los guionistas, y el propio Chávarri, lo mezclaron todo de manera que el comportamiento de los personajes, de acuerdo a unas determinadas situaciones de acontecimientos que se van sucediendo y que les hacen reaccionar de una forma determinada, en el cine, no era lo mismo. Las exigencias eran propias del cine.>> (2) Y creo que Chávarri cumplió con esas exigencias y logró un retrato tragicómico de un momento en el que la tragedia se cebó sobre España, pero la vida continuaba para quienes la muerte no les encontró durante aquellos días, semanas, meses, años de guerra. El drama se ubica en Madrid y abarca desde los instantes previos al levantamiento militar hasta el final de la contienda, cuando no llega la paz, sino la victoria, como corrige Luis (Agustín González) a su hijo Luisito (Gabino Diego). Durante ese periplo que engloba toda la contienda sin salir de Madrid, Las bicicletas son para el verano (1983) toma de referencia la prestigiosa obra homónima de Fernando Fernán Gómez, premio López de Vega 1977, pero Chávarri rueda su versión. Lo hace tomándose la libertad que le exige y concede el medio cinematográfico; y el guion escrito por Lola Salvador Maldonado. Como la pieza teatral, la adaptación cinematográfica ubica la historia de la familia de clase media, uno de tantos núcleos familiares que ni son de unos ni de otros, solo son personas que desean su plato de lentejas, su vivir y morir en paz, pero que ven su cotidianidad truncada por el levantamiento militar y las milicias populares en el verano madrileño de 1936, un verano que ya no era de bicicletas sino de bombas, “paseos” y “pacos”. Esa mezcla de guerra y cotidianidad, la vitalidad que lucha por su supervivencia contra viento y marea, a veces, agudiza el absurdo, o quizá el esperpento tan unido a la identidad española desde Valle-Inclán hasta Berlanga y más allá…
(1) Fernando Fernán Gómez: El tiempo amarillo (Memorias 1921-1997). Capitán Swing, Madrid, 2015.
(2) Lola Millás: Agustín González. Entre la conversación y la memoria. Ocho y medio, Madrid, 2005.
No hay comentarios:
Publicar un comentario