Las uvas de la ira (1940)
La polémica suscitada por la crónica social expuesta por John Steinbeck en las páginas de Las uvas de la ira (1939) no impidió que su magnífica novela fuese un éxito de ventas. Su manera de narrar la depresión económica y social que afectó a millones de personas condenadas a vagar sin rumbo, sin trabajo, sin apoyo, sin apenas esperanza, por un país donde sus protagonistas sufren y luchan por mantenerse unidos mientras la frágil promesa de bienestar se desmorona sin remedio, llamó la atención del lector, la del jurado del premio Pulitzer y la de Darryl F. Zanuck. Consciente de las posibilidades comerciales de una adaptación del libro a la gran pantalla, el máximo responsable de 20th Century Fox adquirió los derechos cinematográficos a cambio de setenta mil dólares y a condición de mantener el mensaje social pretendido por Steinbeck. Sin perder tiempo Zanuck encargó a Nunnally Johnson la escritura del guion y la dirección a John Ford, que, a pesar de no trabajar con un material a priori de su elección, y digo a priori porque la novela sí le permitía abordar temáticas presentes en su obra (la familia, la redención y la búsqueda de un hogar, temáticas heredadas de su origen irlandés), introdujo aspectos característicos de su cine para dar forma a una obra maestra que, desde un aspecto personal, le reportó su segundo Oscar al mejor director. Pero más allá del valor que cada uno concede a los premios y de la objetividad de los mismos, mi subjetividad me dice que también lo había merecido un año antes por La diligencia (The Stagecoach, 1939) y lo volvería a merecer por títulos que fueron ninguneados en posteriores ediciones de los Oscar, Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath) ponía en tela de juicio la etiqueta de cineasta conservador que en ocasiones se le atribuía. La conciencia social, el humanismo y la modernidad que mana de cada fotograma de la soberbia fotografía de Gregg Toland alejaban al realizador de un calificativo que sí serviría para definir a alguien más maniqueo, como podría ser el caso de Cecil B. DeMille, por aquel entonces uno de los cineastas más poderosos de Hollywood (Paramount era su feudo), pero cuyo cine ha envejecido perdiendo parte de la vigencia de la que gozaría en su momento. Todo lo contrario sucede con las películas de Ford, siempre actuales gracias a su capacidad de emocionar contando historias protagonizadas por seres de carne y hueso como los miembros de la familia Morgan de ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941), el Ethan Edwards de Centauros del desierto (The Searchers, 1956), el Frank Skeffington de El último hurra, (The Last Hurrah, 1958) o los Stoddard y Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shoot Liberty Valance, 1962). Aunque se trató de un encargo, Las uvas de la ira descubre en toda su dimensión la personalidad creativa de un cineasta capaz de captar el desencanto, el sacrificio y la desesperanza en los rostros de sus personajes, en su cotidianidad, reflejo de la imposibilidad de la vida digna que se les niega como consecuencia de la insostenible e infrahumana situación que desangra a la sociedad representada en la familia Joad, un núcleo que se desmiembra a pesar de los esfuerzos de Ma'Joad (Jane Darwell) por mantenerlo unido en el sombrío presente en el que ya no se vive, se sobrevive.
Desde su estreno, Las uvas de la ira fue considerada una de las películas de prestigio de Ford, aunque vista su inigualable filmografía, y valorada en su justa medida, se podría decir que la práctica totalidad de sus films sonoros, y alguno de los silentes que se conservan, lo son en mayor o menor medida. La cuestión de dividir la obra fordiana en producciones de mayor peso artístico y otras destinadas a entretener delata la miopía de quienes consideraban el western inferior al drama, sin tener en cuenta que cualquier género trabajado por Ford iba más allá de la etiqueta genérica. Cualquiera de sus títulos, ya fueran encargos o personales, posee la personalidad de un creador con universo propio, una narrativa impecable e inimitable, profundidad emocional y una evidente y lúcida reflexión sobre los hechos que envuelven a sus personajes, aunque en algunos casos su mirada reflexiva (con los años se volvería más pesimista) resulte menos evidente que la reflejada durante el éxodo de los Joad. Tom Joad (Henry Fonda) aparece en la soledad de un descampado, acaba de salir de la cárcel y se dirige al hogar familiar, aunque allí descubre una realidad distinta a la esperada, ya que se encuentra con una familia desilusionada y herida por los acontecimientos que conoce a través de los recuerdos de Muley (John Qualen), otra de las numerosas víctimas de los malos tiempos. Desahuciados de sus tierras, donde han nacido, vivido, trabajado y enterrado a los suyos, para los pequeños granjeros como ellos, también para el resto de afectados por la grave crisis económica generada tras el crack de 1929, la Gran Depresión es un torbellino que arrasa con los más débiles, sin detenerse a pensar en términos de las necesidades humanas que surgen en el seno de una sociedad donde las clases privilegiadas (banca, grandes compañías o grandes propietarios) se niegan a mostrar interés o preocupación por esos desheredados a quienes se obliga a abandonar sus casas, sin dejarles más opción que la de emprender un viaje de dolor, hambre y muerte. Sin embargo, los Joad se mantienen firmes en su unión, nacida de la ilusión-necesidad de alcanzar un paraíso que les permita recuperar la dignidad arrebatada por su presente, el cual los condena a abandonar sus orígenes y a deambular por la insolidaridad y la miseria que dominan su viaje desde su Oklahoma natal hasta esa California que idealizan, y en la que depositan su esperanza de encontrar la tierra prometida y, en ella, su nuevo hogar.
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