La caída de Constantinopla en 1453, la imprenta de Guttemberg, inventada alrededor de 1440, y la arribada en 1492 de Cristóbal Colón a America son momentos clave de la humanidad que señalan el fin de la Edad Media e inician una nueva época, supuestamente moderna, en la que el pensamiento empieza a liberarse de cadenas pasadas y situará al ser humano en su centro de interés. El medioevo se cierra y la historia europea se abre al renacer, al humanismo de Vives, Moro y Erasmo, a la posibilidad de evolucionar y moverse de un estado inicial de aparente inmovilidad e ir acelerando (hasta prácticamente dejarse ir sin frenos), pero esa ilusión de progreso conlleva una reacción en sentido contrario, pues siempre existe un movimiento que reacciona ante los cambios que amenazan el “status quo” establecido hasta entonces. El medievo vive en el imaginario popular como un periodo oscuro, imagen de tinieblas que suele omitir que no fue más tenebroso que otros que pasan por luminosos y en cuyas sombras se produjeron mayores desmanes y catástrofes humanas provocadas por esa misma humanidad que, dividida en ideologías e intereses, en creencias, ambiciones, miedos y odios, no en pocas ocasiones ha desatado su furia y arrasado a su paso. El siglo XX, centuria de avances sociales y de grandes adelantos científicos y tecnológicos, de escepticismo y existencialismo, de capitalismo y comunismo enfrentados, de liberación femenina, de movimientos pro derechos civiles, de revoluciones y de la caída de los últimos imperios europeos, también es la de los totalitarismos que exhiben tal crueldad que la Inquisición alemana del siglo XVII, que vio brujas en todas partes, semeja un juego de niños, si se compara con el maoísmo, el estalinismo o el nacionalsocialismo hacia el que apuntan las críticas de William Dieterle en sus películas de finales de la década de 1930: La tragedia de Louis Pasteur (The Story of Louis Pasteur, 1936), La vida de Zola (The Life of Emile Zola, 1937), Bloqueo (Blockeade, 1938), Juárez (1939) y Esmeralda, la zíngara (The Hunchback of Notre Dame, 1939). La Veinte de nuestra era es una centuria en la que las guerras, sobre todo la II Guerra Mundial, que “se lleva la palma”, deparan la mortandad y la criminalidad más elevada y organizada hasta entonces; más que los cien años de los que habla el inicio de Esmeralda, la zíngara, lujosa producción RKO en la que Dieterle aprovecha la novela de Victor Hugo para proseguir su discurso contra los fanatismos, los totalitarismos, la intolerancia y la persecución. Tampoco puede presumir de amable el XIX. Ninguna de las dos centurias conoce armonía social. En la decimonónica se produce la revolución industrial, nace la masa proletaria, se desata la lucha de clases y los nacionalismos románticos surgen en la exaltación; la descolonización y una nueva colonización echan su pulso; se baten clericales y anticlericales mientras todavía se escucha el eco que discute sobre el origen de las especies. Se inicia un nuevo periodo de pensamiento, el cual rompe definitivamente con el Antiguo Régimen que todavía parece dominante en la cotidianidad rural española de las primeras décadas del XX.
El medieval es un mundo de quietud, de pocos cambios, de ahí que haya menos movimientos reaccionarios, pues, aunque no haya un estancamiento tan absoluto como el que se dice, los cambios se producen desde arriba, nunca desde la base piramidal. Cambios hubo muchos desde la desaparición del imperio romano en occidente hasta el siglo XV, en el que cae el de Oriente, pero no trastocan en demasía ni amenazan el orden impuesto por la clase dominante. En ciertos aspectos, la sociedad medieval es más humanitaria y más rica de lo que se le supone, ya no solo por las expediciones vikingas, por el esplendor andalusí o por el desarrollo de estilos artísticos como el románico o el gótico, ni por el nacimiento de los consejos urbanos, futuros ayuntamientos, y de las universidades, templos de sabiduría las llamó alguien. Pero templo es algo que semeja inerte, que tiene que ver con la muerte, y la “sabiduría” ha de ser cosa viva. No cabe duda que se trata de un periodo dominado por la ignorancia y las supersticiones, mas, ¿cuál no? Debido a su mala publicidad, y al desconocimiento que se tiene de su historia, es al único que se le juzga prácticamente por sus aspectos negativos, negativos desde la perspectiva actual. Entonces, se dice que unos pocos someten a muchos y las desigualdades sociales son la consecuencia. Su clase privilegiada queda señalada por el cine y la literatura popular como un grupo de villanos. Se desdibuja la historia, aunque esto no niega la realidad de que sí existe entonces, como hoy, una población semiesclava, pues se trata de una época dominada por unos pocos. Los señores feudales y el alto clero someten a sus siervos, más que de la fuerza, valiéndose del miedo (a las armas, al hambre, a la ira divina) y del orden tradicional del que no se duda, ni siquiera ellos mismos lo hacen; aunque sea una tradición dudosa, basada en intereses de clase y en creencias adulteradas, pero que se acepta sin posibilidad de rebatirla. Es la medieval una sociedad de quietud en la que todo parece seguir un curso que se antoja inamovible. Pero, acaso, ¿es el único periodo dominado por una minoría dispuesta a perpetuar su modo de vida? ¿Cómo saberlo? Con sus particularidades, cualquier periodo histórico responde al dominio de minorías, lo cual implica la insolidaridad, los egoísmo de clase y de ideas, la ignorancia general; ¿o es que este periodo en el que vivimos hoy es más inteligente y solidario que el resto que ya forman nuestra historia? ¿Ya no hay sometidos ni guerras en nuestros días? ¿Cuántas personas están capacitadas para analizarse y analizar sin caer en simplismos y en verdades absolutas que de absoluto solo tienen su estupidez? Pero basta de preguntas… ¡Qué hermosa y radiante, Maureen O’Hara en su rol de Esmeralda! !Y Laughton nunca tan jorobado y enamorado!
En 1939, año del rodaje de Esmeralda, la zíngara, los totalitarismos se habían impuesto en medio mundo, lo que podría llevar a pensar en el escaso avance del pensamiento humano a lo largo de los tiempos, ya que daría igual encontrarse a finales de la década de 1930, en la Europa de los nacionalismos totalitarios y del inicio de la Segunda Guerra Mundial, que en el París de los últimos años del siglo XV, a la conclusión de la Guerra de los Cien Años, en el que se ubica el film de William Dieterle. Este excelente largometraje reflejó su presente incierto, viajando a un pasado donde se descubre la injusticia que habita en calles repletas de miseria e intolerancia nacida del odio, de la ignorancia o del miedo, tanto a lo nuevo como a lo diferente: la imprenta (símbolo de la libertad de transmisión de pensamientos) o el joven deforme (reflejo de la fealdad que habita en quienes le rodean). El magistrado Frollo (Cedric Hardwicke), dominado por el fanatismo que rige su comportamiento, muestra rechazo y temor ante el nuevo invento (imprenta), que podría implicar un cambio social y el fin de su férreo control sobre las masas. Dicha postura choca con la de su acompañante, Luis XI (Harry Davenport), de talante más progresista que su súbdito, aunque todavía condicionado por una tradición (ignorancia) que aplasta al pueblo y al progreso, fomentando la miseria que habita en ese París de espléndido cartón piedra adonde llega Esmeralda (Maureen O'Hara), con la intención de solicitar al monarca que detenga la persecución que su pueblo sufre por sus diferencias raciales y culturales. Esmeralda, la zíngara hace hincapié en los peligros que conllevan la intolerancia y los prejuicios nacidos de la falsa superioridad racial, física o moral, opuestos al respeto, la comprensión o la aceptación de una pluralidad enriquecedora que podría impedir la violencia que se desata ante las piedras de Notre Dame, morada del campanero deforme que se enamora de la zíngara, cuyos encantos también conquistan a Frollo y a Gringoire (Edmond O'Brien), poeta y supuesto librepensador. Tras llamar la atención sobre la injusta persecución (paralela a la realidad de 1939), Dieterle se centró en los prejuicios que muestran los parisinos ante el desfigurado Quasimodo (Charles Laughton), a quien se juzga y se rechaza por su aspecto deforme, el mismo que le convierte en centro de burlas y miedos. ¿Y si todos aquellos que le repudian fueran como él y tan sólo existiese un Febo (Alan Marshall)? ¿A Quien se catalogaría como monstruo? Acaso ¿el rechazo no se dirigiría hacia el individuo que presentase las diferencias con el resto? Juzgar a simple vista conlleva rechazo o aceptación, pero nunca profundización en cuanto a la verdadera dimensión de un ser que siente las mismas emociones que habitan en cualquiera de sus semejante. Incluso Esmeralda se ve condicionada por la malformación física de ese jorobado que inicialmente le asusta y le repugna, olvidándose de que tras la imagen existe un alma a la espera de que alguien comprenda que posee inquietudes y sentimientos, realidad que la joven zíngara descubre cuando observa el sufrimiento del jorobado de Notre Dame, torturado como consecuencia de un crimen del que no es culpable: su aspecto.
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