Un día de noviembre, en Glasgow, Escocia, hará un cuarto de siglo ya, un individuo me escuchó hablar y se acercó al lugar del parque donde estábamos conversando. Me preguntó de dónde era y le respondí que venía de España, pues pensé que ampliar el marco le haría más sencillo el ubicar mi procedencia, que decirle mi localidad natal. También pensé que así saciaría su curiosidad y que se iría por donde había venido, para seguir con lo suyo y nosotros con lo nuestro. Sorprendido, tal vez alegre por conocer el lugar que nombré, aunque fuese de oídas, exclamó en un castellano de circunstancias: ¡Toros! ¡Sol! ¡Olé! A lo que respondí en un inglés de similares características: Soy del noroeste. Allí no toros, vacas. Y el sol, no siempre da la cara. Llueve como aquí, sino más. Lo dicho viene a cuento de que España, nacida de aquella Hispania provincia romana, es el conjunto de climas dispares, de diferentes paisajes naturales e identidades y acentos que se fueron forjando según las influencias e invasiones recibidas, que no han sido pocas ni igual para todas sus zonas. Por ejemplo, mi cuna, Galicia, no se corresponde con la descripción soleada y seca que exclamaba aquel desconocido; tampoco se corresponde con la que se hace habitualmente de la soleada Andalucía, del cálido Levante o de la inabarcable meseta castellana. El rincón del que soy es húmedo, de cuerpo sinuoso, bañado por el Atlántico en su choque feroz con la costa que abraza el mar abierto y suave con la que se protege en las rías. Separado de Castilla por montes que parecen confirmar a los de aquí aquello de “Galicia sitio distinto”. Pero mi hogar no es un tópico; es una realidad cambiante. Es decir, es como es. Y sí, ese “es” resulta diferente al resto, en la medida que lo son todos los demás pueblos que creen y sientan serlo.
Las diferencias enriquecen, y ni siquiera aquí o allí existe homogeneidad. ¿Qué tienen en común la Galicia costera y la profunda? ¿O la urbana y la parroquial? Y esta diversidad es positiva para el conjunto; lo mismo sucede con España, Europa,… Aunque desde los reyes católicos siempre hubo quien ha querido reducir la historia a una única identidad. Y el cine no ha sido ajeno a esta idea reductora y unificadora con la que asoma en la pantalla desde el período mudo. Una película como Carceleras (1922) generaliza con este rótulo que abre su acción y que las posteriores imágenes desmienten: <<La casa Atlántida, al llevar a la pantalla esta popular zarzuela, lo ha hecho con el objeto de presentar una obra genuinamente española, sin falseamiento de tipos y costumbres y para que en el mundo entero puedan conocer, no la España de pandereta que solo han visto hasta ahora, sino su verdadero ambiente y las fuertes pasiones de su raza>>. Claro está que al referirse a España solo hace alusión a una parte, la que centraliza todo alrededor del tópico España ¡Toros! ¡Sol! ¡Olé! La España que asoma en la película de José Buchs es la folclórica; y si no de pandereta, sí de estereotipo y zarzuela: en algunos momentos del film, Buchs inserta rótulos con fragmentos de las canciones de la obra de Ricardo Flores, el autor del libreto, y Vicente Peydró, el compositor de la partitura. Se abre la película a una España andaluza, cordobesa, que nada tiene que ver, por ejemplo, con el norte húmedo, verde, de minifundios, sin cortijos como ese espacio donde José Buchs desarrolla parte del drama silente de Soleá (Elisa Ruiz Romero) —diez años después, el cineasta santanderino realizaría la versión sonora—, la mujer que se entrega en cuerpo y alma a Gabriel (José Romeu)... La otra parte la ubica en la bella Córdoba, localidad a la que la protagonista llega cuando encierran al hombre amado y la ciudad donde probé el peor flamenquín que he tenido el disgusto y la risa de probar…
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